sábado, 24 de agosto de 2013

El Hombre que no Podía Morir



EL HOMBRE QUE NO PODÍA MORIR

I

Ya había perdido la cuenta de los años tío Ney Girón.

Unos le calculaban cien otros le aseguraban no menos de ciento cincuenta; todos hacían cábalas sobre los años que tenía Tío Ney.

Tío Ney contaba cuentos. Se sabía de memoria la vida y milagro de todos los habitantes del lugar. Recordaba como el primer día los viajes del general Barrios a muchas provincias de oriente.

-Allí debajo de la ceibita estuvo sentado
-decía.
-Aquí pasó y le dijo adiós a la niña Antonia, que era la muchacha más guapa del pueblo.

Tío Ney se entretenía en referir su activa participación en la guerra de Totoposte. En cuanto a la guerra de Regalado ya ni siquiera decía nada, porque para entonces ya era viejo. Bueno, él decía que la del Totoposte se había sucedido en el siglo dieciocho.(1) 

Tío Ney era festejado por todos; hombres y niños le guardaban afecto especial, no por su patriarcal prestancia, eso no, porque tenía un cuerpecito endeble, era algo "neshnito", apenas unos ciento cincuenta centímetros sobre el nivel del suelo (metro y medio ¡qué tal era el pachito...! Ni siquiera en el cupo o en el servicio militar lo habían aceptado ahora, porque demostraba estar "descriado"), la pequeña elevación sobre el nivel del suelo, paralelo a un palo a guisa de bordón liso por los años, sin ningún asidero técnico u ornamental, un bordón a la pura brava, a lo puro macho, a lo puro bruto, envuelto en trapos que cambiaba allá cuando se caía una casa... era por sus caulas que subyugaba, a los niños especialmente, y a los grandes también, porque se dijo entonces, como ahora también, que "de una maldición de un anciano Dios nos libre...".

Había nacido quien sabe cuando. De lo que menos se preocupaba era de saber cuántos años tenía, porque cuando se le preguntaba eso decía:

 -A saber...

En la última letra de la palabra, se le iba el desconsuelo de una angustiada experiencia. Ni siquiera sabía cuántos años tenía...

Siempre fue pobre -¡ah los pobres!- Fue casado y no tuvo hijos con su esposa. Lo peor que le pudo haber sucedido, así lo afirmaba él mismo. A esas alturas tendría quien lo cuidara. A veces decía...

-Me dan ganas, muchas ganas, enormes ganas de morir. Quisiera que cuando muera me hagan un entierro con banda, buenos responsos con la banda marcial. Que lleven crespones negros y que caballos chilenos encabecen el entierro. Por algo soy teniente de caballería ascendido en plena campaña. Mis galones jieden a polvora...

Se resquebrajaba los dedos, tronándoselos, como para olvidar esa pena, conjugándola con sus pasadas glorias de la guerra totopostera. Se pasaba el puro, un tabaco machacado, de un lado para el otro, como violineta, sin quietud, por la inquietud que le producía el aluvión de recuerdos, ya casi no soportables en su corazón, porque eran muchas cosas las que había visto y vivido. su senectud lo tenía agobiado.

Ernesto Girón en su tiempo -cuando fue joven- fue como aquellos frasquitos pequeños. Como que era un canuto de carrizo, templado, arisco, miraba sombras como el que más. Era entonces, o fue entonces "la mera tatascama", como quien dice, la cáscara con que se curaba el jiote. La pura hilacha.

-Una vez me agarraron a filazos por el Quebracho. Eran siete de un viaje los que saltaron de un cerco de piedra: me estaban esperando, cuando yo venía de ver una mi "cashpiana". Solo me dieron tiempo de desenvainar mi vizcaino que me regalo el coronel Recinos. Como eran tontos, entonces pelié con ellos con los pies, con la boca, con la cabeza, con todo, y hasta "juelgo" les eché. Empezaron a caer uno por uno, cansados. Empezó el asunto como a las cinco de la tarde de un domingo, eran las once de la noche y aquella tremolina no se acababa. Como a las cinco de la mañana del siguiente día ya se habían juido todos y yo me quedé con la mera gana, como si nada hubiera pasado. Del machete solo me quedaba la cacha, porque me lo amellaron todo y a cada filazo, a cada riendazo que me rempujaban,  solo metía el vizcaíno, primero me lo pusieron como una sierra, después tilín, tilín, tilín, volaban los pedazos de corvo así me lo iban desgastando. Me quede solo con la cacha. A las cinco de la mañana no quedaba niuno. yo tuavía echaba chispas, era un chinchintor como quedé. Lo pior era que así que lo cucaban a uno no le daban el ancho. Esa vez agarré aviada para abajo, para el pueblo, tulún, tulún, tulún, hacia el piedrero del suelo, del camino, por allá volaban los pedazos de correyas de los caites. A mediodía las piedras se ponen como el diablo de calientes. Cuando serví de alguacil en el cabildo aprendí a usar caites, porque el piso de la alcaldía tenia cemento, y se ponía muy helado, aquella heladería  entraba hasta arriba, por eso me encaité desde muy chiquito. Al mediodía, como les digo, las piedras del camino, de la calle real, de todas partes, el tetuntero éste se pone como que uno anda sobre brasas, por eso usé caites. Ahora me pongo zapatos, estas chancletas que ni me gustan siquiera, pero es por la edá.
-¿Y que más tío Ney? ¿Cómo acabó el pleito?
-Les diré. No obstante de ser un mero arrecho para el corvo nunca me dejé sentar mosca. Soy algo arisco. Además de eso, tengo la yerba de la piedra imán y la piedra de la culebra...
-¿Y eso qué es?
-¡Ah, ustedes si que preguntan mucho! Mejor doblemos esa hoja...

Cuando hacía recuerdos se ponía vivaz, alegre. Se le olvidaban hasta las dolomas. Como si rememorar todo aquello fuese un antídoto para su ancianidad.

Recordaba con precisión matemática hasta eclipses de sol y de luna de hacía cincuenta u ochenta años atrás. En los infolios de su pensamiento, de su memoria, estaban apuntados todos los sucesos del lugar, la vida y milagro de todas las familias. Adornaba cada historia con un dejo sonriente, con una malicia muy suya, peculiar. Movía la boca un poco peshte por la falta de toda la dentadura que no se pudo reponer en su tiempo, como queriendo retorcer los conceptos, para hacerlos más amables, más graciosos a los que le escuchaban.

Tío Ney era un gran hombre en toda la región. el prototipo del acucioso, del recopilador de acontecimientos. Un verdadero anaquel, una biblioteca andante con recuerdos ya amarillos por el tiempo. Pero ni siquiera sabía leer, todo lo tenía arrinconadito en la cabeza.

II

Tío Ney en cuanto menos pudo trabajar fue más pobre. No tenía para comer. No sabemos por qué había dilatado tanto tiempo con vida. Era un caso excepcional; viejísimo, ya empedernido, talishte, enclenque, pura cáscara de encino, curvado como una C, con un cuerpo como de palo de guayabo, estaba agobiado por el fardo de tanto recuerdo.

Ni catarro le daba. Y como no se moría, la gente poco amiga de participar en actos de caridad pública, "no puede uno estar regalando día a día, lo que le cuesta el sudor de nuestra frente" -se decían, mascullando para sí, toda una mala intención-. Empezaron a sospechar del por qué no se moría el viejecito,

¿Cuál sería la causa? Era una pregunta colectiva en el barrio del Rastro, más allá del Nisperito, por donde despuntaba el riachuelo llamado la Javilla, en el que se revolcaban los coches, y en cuyas piedras grandes que como promontorios negros se alzaban, se ensuciaban los zopilotes, blanqueándolos permanentemente. Eran los zopes que espiaban cuando en el rastro cercano, que estaba en la cuestecita ya para subir el plancito del Tamarindo donde vivía Braulio; espiaban el momento, el segundo propicio de botar las palanganas de tripas, las palanganas de estiércol de reses. Ojo avizor estaban los zopes, los que tambien eran ariscos, guz, guz, guz hacían, y los ojos redondos, chiquitos como reflectores enfilaban hacía los niños que pasaban a saltos el puente de piedras que estaba sobre la Javilla, cuando aquéllos iban a comer talpajocotes al otro lado. Los zopes tenían miedo hasta de su sombra, eran como los zopilotes de Esquipulas -según lo que cuentan- que ni en bien uno se llevaba la mano al bolsillo, o saca un pañuelo, alzan el vuelo. Es que creen que uno a sacado una honda de hule para apedrearlos.

Loa zopes, las nubes de zopes, todos de luto implacable, en el día asoleándose en las piedronas  del riachuelo de la Javilla, por la noche metidos en la maraña del tamarindon, en la maraña del talpajocote, en la maraña de la vega ribereña. Ellos custodiaban igual que al rastro a la casita que como una cuevita guardaba la viejísima figura de tío Ney porque tío Ney ya no era Ney ni Ernesto, era solamente una figura, solo eso, una figura.

Tío Ney era un fenómeno de la naturaleza.

-No hay que creer, ni dejar de creer, como dijo Santo Tomás. Es justo que se muera. Todo a su tiempo. Está pasando muchos trabajos...

Todos creyeron que la prolongación indefinida de la vida de tío Ney tenía su por qué...

Algunos, muy curiosos, le preguntaron al viejecito por qué no se moría, así a la pura quien vive, a secas. El, como si no se diera cuenta, como si viajara en otra dimensión, contestaba:

-¡Hummm...!

Sacaron en  claro muy poco, poquísimo.

Todos querían saber de cómo hacía para sostenerse con vida en este mundo, casi sin comer, pobre y por tantísimo tiempo. Pero nadie halló una respuesta que satisficiera la curiosidad.

III

La noticia corrió por todo el pueblo en el momento menos pensado.

-¡Tío Ney está enfermo...!

Todos fueron a verlo, en su casita allá por el rastro, metida entre piedronas, algo así como del tamaño de la de los compadres que está en el camino para Esquipulas. Su ranchito repellado con tierra en la que se miraban los dedazos de los obreros, estaba cautiva, como aprisionada entre un cercado de piedras, de matas de maguey y un incontrolable ejército, una multitud de zopilotes que desde el tamarindo, el talpajocote, desde la vega, de las piedronas de la Javilla no soltaban su presa: la casita, la cuevita de tío Ney.

Algunos más ambiciosos, con una mirada registraban todo el interior del rancho. Buscaban rincones sospechosos donde pudiera guardarse algo, como quien dice algún bucul con pisto, alguna cajita llena de billetes de a mil, cabían en cualquier envoltorio, bueno aunque fuera menos, de algo a nada hay su buena diferencia...

-Tal vez tiene pisto enterrado, ¿verdad? ¿Pero por qué vive tan en desgracia, tan pobre? Eso es quizás por el empauto. Al estar empautado, es porque gozó antes y ahora ya no tiene permiso. Por eso tal vez no puede morir.

Otros, los menos desde luego, vieron en la enfermedad del viejecito una cosa natural, o sea de que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Y vaya que tío Ney después que ajusto los cien, había perdido la cuenta... Como quien dice que se pasó del ishco... O sea que se pasó de la medida.

La versión más aceptada y que se prolongó más, fue la de que estaba empautado, con ya se sabe quién, mejor dicho con el diablo. Todos lo creyeron.

La verdad es que no se levanto más de la cama, del tapesco mejor decirlo con sus propias letras, porque no puede llamársele cama a una tapesco o enrejado de varas...

Por las noches se oía en la vecindad, alaridos que herían el viento; la densidad nocturnal se llenaba de miedo. Era como si un espanto, un fantasma despavorido se alargara por las hondonadas, desguindándose por la Javilla, hasta llegar a los pretiles.

La arboleda sembrada de enormes piedras donde se asoleaban en el día, filas de garrobos, parecían sombras de lóbregas prestancias que estrangulaban la noche. La vegetación oteaba el ambiente, su reino estaba confabulado de miedo. El eco triste de la nada se iba por la quebrada, por la javilla. Río abajo se perdía con las aguas negras, se perdía más abajo todavía. Atrasito de donde tío Bucho, por donde don Files Aguilar, atrás también de onde don Pedro Barrera, allá por donde vive Porfirio García, nieto de tío Tago,  el del Tope de Mayo, por ahí se iban desguindando las aguas de la Javilla que en la noche se deslizaban aturdidas de miedo.

El pavor era nuevo. Era un miedo de muerte, como con olor a ciprés y a campánulas silvestres, de aquellas color violeta que se enredan sobre los cercos de piedra de los cementerios...

Era porque estaba enfermo tío Ney. Parecía que los espíritus malos andaban sueltos, rondando los barrios con punto focal: el rastro, el barrio del Rastro. De por ahí irradiaba el miedo a todos los lados de la rosa náutica.

IV


Dos meses llevaba se estar en cama. Lo velaban todas las noches. Mandaron llamar a los mejores curanderos del lugar y de otras partes también. Todo lo pagaban los vecinos. Nadie atinaba cuál era la enfermedad. Médicos titulados no habían ni en quinientas leguas a la redonda, un pueblo triste, desposeido de todo, entonces y siempre, nunca un médico se quiso instalar en él.

Todos acertaron a decir:

-Se tiene que morir tarde o temprano. Algún día. Por vejez, por empauto, o por lo que sea, pero se va a morir...

Sus pulmones, su corazón, sus ojos, sus nervios estaban bien. Toda su maquinaria funcionaba perfectamente Algún tornillo le hacia falta, el que los curanderos no encontraban. No atinaban dónde estaba el punto flaco. el punto débil. Don Rufino no le halló el mal. Tampoco se lo halló don Chus. Peor don Tío Tin Suque, acertó así:

-Ernesto se tiene que morir un día de éstos, ya verán, ya verán... Algún día se ha de morir- concluyó.

Tardaba mucho.

La pregunta era colectiva:

-¿Por qué es que no se muere tío Ney?

Algunos dolores, eso era todo. De ahí no pasaba.

Un día un ventarrón abrió la puerta de un romplón. Afuera estaba o había una noche silenciosa, densa, como para agarrarla con las manos. No se movía ni una hoja. Ni toses, ni voces, ni aire, ni grillllos, ni ranas, ni tecolotes, ni lechuzas, ni nada. Afuera una paz camposanteana que imponía solemnidad en todo el mundo.

El ventarrón apagó los candiles. Amenazaba levantar en vilo el rancho. Todos se alarmaron.

-¡Santo Dios, Santo fuerte! Mañana es el día de la Virgen. Dios nos acompañe.

Todos tenían las caras largas, cadavéricas, asustados. Unos se miraban a otros y el miedo apareció en todos los rostros...

Tío Ney se incorporó en su tapesco, quiso hablar, apenas movió los labios, dijo tres palabras incoherentes que nadie entendió El aíre pasó. Todos musitaron sus pensamientos, coincidiendo que que aquel airazo lo mandaba el Malo, mañana es día de la Virgen otra vez.

Alguien, como en el eureka aquél, recordó:

-¡El médico del Dorador!(2)
-Andaite vos Chilelo a traer el médico del Dorador. Pero que se venga ya. Orita mismo.

El médico del Dorador, era un hombre negro, llegó de Belice a esa aldea que está entre el Shiste y el Obrajuelo, más allá de Las Lajas. Vivía por esas chifurnias haciendo el bien a todos. Su fama era internacional, pues del otro Estado venían a verlo también.

Chilelo Broncano anocheció y no amaneció. Iba camino del Dorador. Llevó cumplida noticia de lo que pasaba a tío Ney.

Por ay, por ay por las once de la mañana. El sol esaba rascando media comba del tamarindón, cuando se oyó el tropel, sacando chispas con los herrajes de las patas de una mula prieta clarinera.

Era el médico del Dorador.

Entró en la casa. No saludo a nadie. Todos lo vieron. Estaban pendientes de sus movimientos. De una mirada ausculto todo el ambiente, arriba, abajo y a todos lados. De pronto se puso a mirar a uno por uno de todos los que hacían rueda en el rancho, sentados en troncos de palo, en piedras o en bancos improvisados, o en orilla de cajones, porque en un cajón se sentaban dos gentes.

El médico negro detuvo su mirada en una almohada. Se fue hacía ella y de adentro sacó unos viejos papeles, leyó en voz baja, en una lectura que nadie entendió.

Todos lo vieron. Estaban con el alma en un hilo.

Cuando terminó de leer los papeles... tío Ney estaba muerto...

A partir de ese momento el médico negro se puso comunicativo con quien primero encontró con su mirada blanca y una sonrisa igualmente blanca.

Estos papeles, eran oraciones que estaban escritas al revés. Si no las hubieran leído, todavía estuviera vivo tío Ney.

-¿....?

-No, no tengan pena. No vale nada. Un favor no cuesta hacerlo. Y el médico del Dorador, se puso a pensar dos segundos. Dijo adiós de junto, un adiós colectivo, un adiós pluralmente agradable a los presentes, u se fue. Desato su mula que estaba amarrada a en un palo de morro, y desandando el camino volvió por donde había llegado.

Tío Ney había muerto y con ello había concluido una angustia de toda la población.

La paz Javillana -del barrio del Rastro- había vuelto a su cauce, Los zopilotes ni cuenta se dieron. Habían matado vaca ese día y pedazos de tripón y de panza, eran motivo de una disputa entre zopes, guz, guz, guz; un guz negro como el médico negro del Dorador.

Y el caso aquél pasó a formar parte de la historia del pueblo, que unos y otros se han encargado de transmitir: el caso del hombre que no podía morir...


Alvaro Enrrique Palma Sandoval
Cuentos La Querencia
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1967







1. 1906  Guatemala declara la guerra a El Salvador, porque su presidente General Tomás Regalado tenía varios años apoyando movimientos revolucionarios para derrocar al Lic. Manuel Estrada Cabrera (guerra del totoposte). El ejército salvadoreño llegó hasta el Jícaro donde murió el mismo General Regalado replegándose para atacar de nuevo. El 20 de julio de 1906 representantes de los gobiernos de El Salvador, Guatemala, Estados Unidos y México firmaron los tratados de paz a bordo del crucero de guerra norteamericano “Marblehead”.

2. Dorador, caserío del municipio de Agua Blanca, Departamento de Jutiapa. 

1 comentario:

  1. Siempre he sido admirador de los escritores jutiapanecos, especialmente los de Santa Catarina Mita, que son inimitables. Me agrada la pluma de Palma Sandoval. Ojalá que todos sus cuentos fueran publicados algún para que los guatemaltecos conozcamos nuestros valores literarios de la provincia.

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