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domingo, 20 de abril de 2014

El Cristo del Hermano Pedro (La leyenda del Señor Sepultado de Santa Catarina)



El Cristo del Hermano Pedro

Rafael del Llano estaba exhausto aquella noche. Luego de un día de intenso trabajo conducía al paso, por la calle del Teatro, el landó de alquiler del cual era cochero. Era viernes. La noche de un viernes santo ya bastante avanzada. 

Después de trasladar a dos ancianas rezagadas hasta la calle del Seminario, regresaba a los establos de Schumann a rendir cuentas al patrón y guardar el landó. Como caminaba hacia el barrio de Santa Catarina, dobló en la esquina de la iglesia de la Merced y enfiló por la calle de la Esperanza.

Rafael, además de cansado, se sentía triste. Aquel ambiente impregnado de incienso y aroma a flor de corozo, pesaba sobre su espíritu, como el fanatismo místico sobre la ciudad. Silencio absoluto. Calles solitaria y oscura. Escuchaba tan sólo el ruido de herraduras del caballo que se estrellaban en el empedrado.

Atravesó la calle de La Concepción, y vio la hora en uno de los relojes de la Catedral.

─Hay razón para estar cansado ─musitó─ si son ya más de las once.

Y prosiguió su camino por la misma calle. En su mente bullía el recuerdo de los acontecimientos del día: había transportado a muchas personas a las distintas procesiones que recorrieron los barrios y las calles de la ciudad, sobre todo el Santo Entierro de Santo Domingo, a donde más gente se vio obligada a trasladar. En verdad estaba impresionado con esta última por su sobriedad, el silencio de los cargadores y la inmensa tristeza del cristo yacente. Además, era la procesión de su barrio. El vivía en el callejón del Carrocero. 

Ese año ─seguía pensando─, por primera vez en mucho tiempo, el Señor Sepultado de la iglesia de Santa Catarina no había salido en procesión. Se decía que muchas habían sido las causas: falta de dinero, de organización… en fin… ¡Qué sabía él! Su desolación era mayor aún porque además de cargarlo, le profesaba una fe inmensa.

¡Ah sí! ─se decía─, Qué milagroso es el sepultado de Santa Catarina. Recordaba que cuando niño, su abuela le había contado la historia del Señor que remontaba a Santiago de Guatemala, mucho tiempo antes del terremoto de Santa Marta.

Le había relatado que una noche el Hermano Pedro se encontraba rezando a los pies del crucifijo, en una iglesia cuyo nombre había olvidado.¹ 

Era ya muy tarde –había dicho su abuela-, pasaba la media noche… y cuando más arrobado se hallaba en su oración el Santo Hermano, escuchó la voz del crucificado que le decía:

─Pedro, hijo mío, quiero ser sepultado en el coro bajo de las Catarinas.

El Hermano, sin titubear, se dio vuelta y recibió la imagen sobre sus hombros y salió muy despacio a la oscuridad de la noche. El peso del crucificado doblegaba su espalda. Por ser la imagen más alta que él, se vio obligado a arrastrarle los pies por el empedrado de las solitarias calles de la urbe. Así después de largo y penoso recorrido, llegó al Convento e iglesia de las Catarinas. Las monjas lo esperaban con cirios encendidos a lo largo del templo. En el coro tenía ya preparada una urna que acogería al Señor. Allí lo depositó el Hermano Pedro, con sumo respeto. (Testimonio de ese milagro eran las raspaduras hechas cuando lo llevaba en hombros y que la imagen todavía presentaba después de tantos y tantos años. Rafael las había visto y aún palpado). 

Según su abuela, aquel suceso había estimulado a miles de fieles a acercarse a adorar al crucificado que había querido ser sepultado en aquel lugar. 

Después de los terremotos de Santa Marta –concluían sus recuerdos- el Señor fue trasladado a la Nueva Guatemala y colocado en una capilla de la iglesia del Convento, que las monjas Catarinas habían mandado levantar, y donde hoy se encontraba.

Abstraído en estos pensamientos, después de pasar junto al callejón del Manchén, llegó a la calle Real y la atravesó. Poco faltaba para llegar a su destino.

De golpe, las notas fúnebres de una marcha le hicieron volver en sí y buscar el lugar de donde provenía.

─¡No es posible!  ─exclamó─ la procesión de Santa Catarina… ¡Y tan tarde! ¡Pero si me dijeron que no saldría este año!

En efecto, a lo lejos veía Rafael, viniendo de la calle del Olvido y doblando la esquina del convento de las Catarinas, rumbo al templo, el anda en que descansaba la urna de oro y mármol del Señor Sepultado. Una banda de músicos marchaba tras ella. Abriendo la procesión, los ciriales llegaban ya casi hasta la puerta del templo, y luego dos columnas de cucuruchos con túnica negra y velas encendidas en las manos caminaban silenciosos y con lentitud a la vera de la calle…

¡Si camino rápido ─se dijo el cochero- alcanzaré la bendición! El anda ya está llegando a la iglesia, pues oigo ya el arrastrar de las horquillas de los cargadores y las notas de la banda… el Señor ya está en el atrio… ¡tocan la granadera...!

Y apresurando el paso de su caballo, salvó veloz las dos cuadras que aún le faltaban. Al llegar al atrio del templo su espanto fue tremendo… ¡no había nada! ¡la procesión había  desaparecido! 

Un viento fuerte se levantó y en su furia hizo tronar las campanas de la torre. El tañido se fue rebotando en el silencio de la noche.

Rafael, clavado en el coche, como una estatua, no acababa de comprender. Un sudor frío bañaba su rostro y un compulsivo temblor sacudía su cuerpo, hasta que cayó desfallecido en el pescante del landó.

El caballo, ya sin dirección y siguiendo su instinto, se encaminó a los establos de Schumann, ubicados en la calle posterior del templo.

A la mañana siguiente encontraron el landó en el patio central con el cadáver de Rafael del Llano en su interior, horriblemente crispado.

Y, desde entonces, el señor sepultado de Santa Catarina jamás volvió a salir en procesión.²


Notas:
¹ De acuerdo con la tradición oral de la ciudad de Antigua Guatemala y con las leyendas piadosas atribuidas al Hermano Pedro de San José de Betancourt, el hecho aquí narrado sucedió en la iglesia de El Calvario en La Antigua Guatemala, frente al Cristo Crucificado que se encuentra bajo el coro. 
Recuérdese que el Hermano Pedro, por ser terciario franciscano, vivió largos años en ese lugar.

² Conmemorando los 200 años del traslado de la imagen a la Nueva Ciudad de Guatemala en el Valle de la Ermita ocurrido en el año 1809, Un viernes santo 3 de abril del año 2009, El Señor Sepultado de Santa Catarina sale de nuevo a recorrer la calles y avenidas del Centro Histórico de nuestra hermosa ciudad.

Viejas Consejas:
Sobre Santos Milagrosos y Señores de los Cerros
Celso A. Lara Figueroa
© Litografías Modernas 1995 ®

domingo, 25 de agosto de 2013

El Sombrerón



EL SOMBRERÓN

"...el Sombrerón o Duende es otra de las
personificaciones  del  Cachudo.  Mide me-
dio metro d'ialto.  Usa un sombrero  que no
está  en proporción con su  estatura, al cual
debe su nombre;  y calza zapatos con tacón
cubano, con los  cuales hace un  ruidito que
es el que atrae a sus víctimas, Es muy buen
jinete, pero, como es tan chico, monta a las
yeguas en la nuca, y en  los crines les hace,
con sus mesmas manos,  estribitos, que yo 
mesmo se las he vide  a  las yeguas después
de que las ha montado.  Es seductor y ena-
morado empedernido.  Entra en  las  piezas
sin  abrir  las  puertas y  li'adivina  a uno el 
pensamiento..."                                              

Hace de esto muchos años...! ¡Quién sabe cuántos...! Sólo sé que Guatemala aún llamábase Santiago de los Caballeros de Goathemala...!

Cansado de recorrer en su brioso y negro corcel las Lomas de Aguacapa, situadas en las tierras de Guazacapán, y en el mismo sitio en el que las aguas de María Linda se unen con las del que presta su nombre a las Lomas, El Sombrerón decidió regresar a la capital, sitio en donde tiene el principal escenario de sus muchas fechorías. Como acostumbra hacerlo, hizo el viaje de noche; y la misma en que lo inició, por el hecho de no haber distancias para él, realizó su entrada al lugar en que había decidido ponerle término.

 Las once de la noche serían cuando hizo su entrada triunfal por el camino del Guarda del Golfo, decidiendo detenerse por unos instantes en el mismo sitio en el que se halla situada la Ceiba que está frente a La Parroquia Vieja. Su objeto no era que la cabalgadura, como cualquiera pudiera pensarlo, sino limpiar el polvo del camino que había ensuciado el charol de sus zapatos. Empeñado en esta poco elegante ocupación se encontraba, cuando, al volver la vista hacia el lado izquierdo de la calle, sus ojos tropezaron con una casucha vieja, cuya portada iluminaba la luz mortecina de una candela de sebo que agonizaba dentro de un farol envuelto en "papel de China" colorado. No fueron la casucha y el farol quienes llamaron la atención de nuestro viajero, sino que la luz de unos ojos que, cual luciérnagas perdidas de la noche, brillaban tras la reja del balcón  de la casucha. Esos dos bellos ojos eran de Mauelita, la hoja mayor de Candelaria, una pobre viuda que hacía los oficios de lavandera del barrio, y que junto con su madre habitaba en ese mísero lugar.

El Sombrerón, que siempre ha sido galante, enamorado y seductor empedernido, al no más ver aquellos ojos se enamoró de ellos y decidió hacer suya a su dueña. Inmediatamente concibió su plan y lo puso en práctica. Con ritmo dulce y cadencioso, como sólo él sabe hacerlo, taconeó varias veces hasta que la música embrujada de su taconeo llegó a los oídos de la virgen criolla, que tembló arrobada. Manuelita, que conocía las malas artes del Sombrerón, tembló de solo pensar que había sido elegida por él como su nueva víctima. Mas, como mujer que era, le agradó sentirse galanteada y admirada, sobre todo por un ser sobrenatural como es El Sombrerón...!

¡Aquella noche Manuelita, dicen las malas lenguas, no durmió muy bien que digamos...!

*

Uno tras otro, en lenta sucesión, han ido pasando los meses desde que aquella noche en que El Sombrerón se detuvo frente a la pobre casucha  que esta situada cerca de la Ceiba de La Parroquia Vieja...

La Ermita del Carmen
Son las siete de la mañana y nos encontramos en la casa conventual de la Ermita del Carmen, situada sobre el cerrito del mismo nombre y que fue fundada allá por los años de 1620, por el ermitaño -genovés- Juan Corz. El señor cura, el padre Miguel, quítase ayudado por en monaguillo, los ornamentos con los que ha celebrado el sacrificio de la Misa. Un gallo, clarín mañanero, canta. Hasta la sacristía, lugar de la escena, llega un suave aroma de chocolate hervido en batidor de barro...El datilero del patio conventual, ese mismo que vemos hoy día y que ha sido testigo mudo de toda la historia de Santiago de los Caballeros, abanica los murallones de La Ermita, que esa mañana deben sentir también el calor de este día estival... Hay una calma, calma que sólo reina en los conventos, que de pronto es turbada por un recio aldabonazo dado en la puerta, cuyo ruido llega hasta la propia sacristía.

-¿Quién llama?- pregunta la litúrgica y gangosa voz del padre Miguel.

-Ave maría purísima... (Sin pecado concebida, responden a coro cura y monaguillo). Soy yo, padrecito, Candelaria, la lavandera del barrio de La Parroquia Vieja, que desea le escuche dos palabras... Muy buenos días le dé Dios a su merced...

-Entra, hija, entra... ¿Qué es lo que te pasa?

-Padrecito Miguel -gimotea la mujer, que se postra de hinojos y le besa la sotana y los ornamentos- si no fuera que usté es tan santo no me habria atrevido a llegar hasta aquí. Solo vuestra merced puede salvar a Manuelita, m'hija mayor. Usté la conoce. Es la misma que cristianó hace veinte años.

-¿Qué le pasa a Manuelita, hija, cuenta, qué le pasa?

-¡Ah, señor cura!, El Sombrerón me la tiene chiflada. Ya no es la mesma de antes. Por las noches obscuras, cuando oye el ruido de los taconcitos del Sombrerón, sale al patio y se esta horas d'ihoras platicando con él bajo la higuera, hasta bien entrada la noche. Ya ni trabaja, padre. Está tan flaca y pálida como si tuviera el paludis. Sálvela, padrecito, que tengo miedo de que llegue a dar un mal paso y sea yo abuela de un hijo del cachudo...

-Bien, hija, bien. Yo la salvaré. Tráela mañana de alba, y sin que nadie se entere, al convento; le echaré los exorcismos, le leeré los evangelios, el de San Marcos principalmente, y quedará como si nada le hubiera pasado. Pero como nuestro Señor dijo: "Ayúdate que yo te ayudaré", sigue este consejo: cambiate de casa y vete a vivir a un lugar opuesto al en que ahora vives. Al Guarda Viejo, por ejemplo. Si te vas allí yo mismo te recomendaré a fray Jenaro, para que te ayude en algo. Pero eso sí, cuando te cambies, no digas nada a nadie; llévate tus cosas poco a poco; hoy un mueble mañana el otro; y así, hasta que te hayas llevado todo; y ahora, vete con Dios, y hasta mañana. In Nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti.

*

Candelaria siguió al pié de la letra el consejo del señor cura, tras los exorcismos y la lectura de los evangelios, Manuelita parece que está cambiada; y como ambas se han ido a vivir a una pobre casita del Guarda Viejo, yo no sale por las noches a sentarse bajo la higuera con El Sombrerón, quien parece que ha perdido la pista.

Nos encontramos en la noche del día en que Manuelita y su madre se han llevado a su nueva cas el último trebejo. La obscuridad se ha adueñado del ambiente. Apenas alcanza a verse la llama tenue de una vela de sebo, que, entre la vida y la muerte, se haya en una palmatoria de cobre.

Son la ocho de la noche, la hora de las ánimas, y hay un silencio tan grande que nos sería permitido escuchar el aliento de un agonizante.

-Nana -dice, rompiendo la quietud de la noche, la voz de Manuelita- parece que lo trajimos todo; se me imagina que El Sombrerón ya se olvidó de mí y no se ha dado cuenta de a donde nos cambiamos; pero... (Contando los trebejos), se nos olvido traer la tinajona donde hacemos el fresco de súchiles...

-De veras, m'ihija; pero no te preocupes, mañana la traeremos...

Un nuevo silencio..., después un suave grito..., y luego una voz aguda y meliflua que llega desde la oscuridad del inmenso y anchuroso patio:

-No se preocupen sus mercedes por tan poca cosa, porque esa me la truje yo...

Tras haber escuchado estas palabras, se sintió también un cadencioso y rítmico taconeo, viéndose aparecer de abajo de la tinaja, que medía más o menos un metro, la diminuta figura del Sombrerón, que es galante, enamorado, seductor empedernido y que sabe entrar a las casas sin abrir las puertas...




Francisco Barnoya Gálvez
Francisco Barnoya Gálvez
Han de Estar y Estarán...
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1961

viernes, 9 de agosto de 2013

El Guía, Leyenda

La leyenda de El Guía

EL GUÍA

Sabanas de la costa baja, calor aletargante, olor en el ambiente que conjuga la pujanza de las tierras prodigiosas con el sudor de sus habitantes. En el horizonte reverbera el aire y el silencio del mediodía hace que todo se torne pastoso, sus moradores se cubren con una tenue y persistente pereza que también abarca a los animales.

A lo lejos el murmullo de un río se hace interminable a cada momento y solo vuelan, de vez en cuando, despaciosos zopilotes, cuyos cuerpos enlutados y nefastos se balancean llevados por las corrientes de aíre en tétricos planeos. El vuelo de estos rapaces parece un lúgubre reconocimiento aéreo; semejan sus alas al vistazo de la muerte para llevarse a prisa a los seres moribundos.

El cuerpo de los habitantes de estas zonas es magro, sus brazos languidecen en ademanes lentos, abarcando remotas esperanzas. Únicamente su vientre voluminoso denotaría que están satisfechos por una copiosa comida, pero desgraciadamente no es así; en esos vientres hinchados, con ombligos saltones, se abrigan millares de parásitos.

Cierta vez que pregunté quién asistía a los enfermos, o a las mujeres en trance de ser madres, un campesino me contestó: "Aquí no hay nada de eso, estos lugares están olvidados de la mano de Dios...".

Yo solo mascullé: vaya si no hay Dios, en estos parajes es donde más pura se manifiesta la voluntad de Dios, pues solo así se explica cómo sobreviven esos macilentos campesinos que a veces nacen, crecen y sobre todo, mueren...

Bien, nos encontrábamos en esas intrincadas lejanías por razones de negocios ganaderos de mi padre; como yo estaba de vacaciones, le acompañaba; forzado por una parte, por mi padre quien se empeñaba en que aprendiera las artes de la vaquería. Por otra parte, mi propia curiosidad.

Este día  habíamos madrugado para poder ver unas reses que formaban parte del negocio. Los dueños nos habían dado un caporal y las señas del camino, pues era más su pereza que el interés del negocio. Desgraciadamente el caporal perdió el sendero y se desorientó. Pasadas algunas horas creímos que seria fácil desandar el camino y volver a donde habíamos partido, pero no fue así.

Al principio no tomamos en serio nuestra condición de perdidos, nos dedicamos a caminar y caminar creyendo que retornábamos... En esas caminatas inútiles se nos pasó la mañana.

Bajo la sombra de un palojiote hicimos un alto para comer lo que llevábamos de almuerzo. Gotas de sudor nos corrían por la frente y a veces  al alzar la mirada entre las cejas se divisaba el horizonte. En silencio nos comimos las tortillas con huevos duros y frijoles volteados, esto repuso en parte nuestra fuerza perdida. El calor y los vapores de la tierra a la hora del mediodía hacían que nuestra humanidad nos pesara aun más. En esos instantes el saber que estábamos perdidos nos produjo temor.

La situación era más o menos desesperante, pues con el rumbo perdido corríamos el riesgo de llegar al mar, si bien nos iba, o bien quedarnos en uno de esos pantanos que cubiertos de vegetación son trampas arteras para jinetes y cabalgaduras.

El refrigerio y el calor aumentaron nuestra modorra, apenas y cabeceamos un sueñito, cuando mi padre dijo que debíamos seguir y así se hizo.

De vuelta a los caballos, el monótono son acompasado del trote, nos aletargaba a cada instante, hasta tornarnos casi insensibles.

Las zarzas saludaban nuestro paso, a veces arrancando jirones de camisa, otras, hiriendo telegráficamente nuestra piel. Algo teníamos que dejar en pago por la acción de profanar las feraces tierras que forman las sabanas costeñas.

No podría decir cuantas horas trotamos, ni relatar las veces que creímos haber encontrado el camino. Pero sí podría asegurar que varias veces pasamos por el mismo lugar y que nadie dijo nada en vos alta por no descorazonar a sus compañeros.

Poco a poco el sol fue poniéndose naranja y haciéndose más grande. Tímidamente asomaron unos celajes rojizos por el lado del mar. Los aires se hicieron más pronunciados y simulaban que de afligidos se dedicaban a soplar el sendero de nuestro paso. Otras veces, las hojas secas burlonamente jugaban rondas detrás de nosotros, como si se alegraran de vernos perdidos.

-Yo creo patrón, que luego va a caer la noche- dijo el caporal con una voz que era el anuncio de un chillido mal contenido. Mi padre se limitó a dar un pujido que no supe cómo interpretar. Por mi parte, la sola idea de la noche me produjo más miedo del que ya tenia.

Y fue así como el cielo, de un color naranja se tornó violáceo y poco a poco se fue poniendo gris. El día no quería morirse y aun en agonía se esforzaba en persistir. Una suave brisa vino a refrescar los cuerpos sudados de las cabalgaduras, cuya transpiración dejaba marcas de espuma salobre. Sobre la piel de los jinetes el sudor dejaba surcos mugrosos.

El olor de la tierra  fecunda, su humus prodigioso, venía hacia nuestro olfato con reciedumbre. Era el olor de la hembra infecunda que busca consuelo para su libido, Así son las tierras de Guatemala: están desde hace siglos devanando su pasión por producir, esperando que manos viriles les hagan dar toda la fuerza de su poder germinativo, pero ellas son solo el refugio de campesinos paliduchos que languidecen enfermizos y olvidados.

Por fin, en una de las tantas vueltas de aquel camino interminable, cuando la columna encabezada por mi padre y que remataba yo, así, al filito de la noche, se apareció la figura de un hombre que al principio fue borrosa, delineándose poco a poco, hasta hacerse francamente visible.

El encuentro con el personaje produjo distintas emociones: a mi padre le causó alegría encontrarse en tan amargo trance con un viejo amigo. A mí me produjo alegría, pues era la seguridad de salir del entrevero y llegar esa noche a dormir bajo techo.

Al caporal el encuentro le produjo una mal disimulada carraspera y a veces tos...

Mi padre saludo al recién llegado con muestras de gran camaradería; igual cosa hizo éste y después de darse la mano, tomándose las puntitas de los dedos, como hacen los campesinos, se hicieron mutuos hallazgos en sus respectivas respectivas humanidades: "Qué bien está don fulano, lo veo más gordo".

"Y usted don mengano, no se diga, por su cara no pasan los años".

Después de preguntarse por las familias se acercaron al grano con una sola pregunta: "¿Qué anda haciendo por estos andurriales...?", dijo mi padre; y el otro contestó: "Yo por acá nomasito tengo mi rancho". A todo esto el caporal tosía y la necia carraspera llegaba a hacerlo impertinente...

Mi padre no espero más y dijo al encontradizo que estábamos perdidos, éste, sin decir palabra, tomó por la gamarra el caballo que montaba mi padre y se dispuso a enseñarnos el camino. La tos del caporal demostraba que quería hacerse notorio, pero no lo lograba.

Caminamos por espacio de una hora. la noche cerro su cúpula negra y profunda. Sus crespones de luto nos envolvían por completo y los árboles del camino tomaba formas fantasmagóricas y a veces parecían retorcerse en cómicos devaneos. De todos modos era de noche y nosotros éramos conducidos al camino real por un ser bondadoso que intempestivamente se apareció a nuestro paso. Cuando a lo lejos se oyó el latir de unos perros, en encontradizo paro, dijo que estábamos en terrenos conocidos y que siguiendo recto llegaríamos a unas casuchas. Dio a mi padre la mano y muchos recuerdos para su familia, a mí me pareció que en vez de estrecharme la mano me puso algo frío entre los dedos a guisa de despedida. Al caporal simplemente lo ignoró.

Desapareció entre las sombras de la noche y no tardó en confundirse con los pliegues de la obscuridad. A todo esto, el caporal adelantó atropelladamente su cabalgadura y en un trote desordenado alcanzó a mi padre, el pobre hombre tartamudeaba; sus palabras se agolpaban en sus labios propugnando por salírsele en bloque, a duras penas se hizo entender y casi de un tiro dijo: "Dios santo, Dios fuerte... ¡Ay! patrón, por Dios, esa alma no es de esta vida, pertenece al reino de los difuntos... hace dos meses que se murió y lo enterraron en la aldea...".

Mi padre le dijo que se callara, pues lo había visto tan vivo como a cualquiera de nosotros, pero cortó su respuesta, pues en ese momento llegábamos a los ranchos y la bulla de los perros llenaba la escena. A la luz de los candiles notamos que el caporal estaba pálido y que sus labios tenía un ligero temblor que delataba su miedo.

Cansados como estábamos, mordisqueamos unos tamales remojados con caldo de frijoles y calmamos nuestra sed con café endulzado con rapadura, después, caímos como fardos sobre los petates.

No sé cuántas horas dormiríamos, pero al clarear el día, con la diana de los gallos y los pájaros, mi padre me dijo en voz baja..."Vamos a pasar por el cementerio...".

El trote de los caballos hacía retumbar levemente la tierra: pasamos un cerco de silvinias que demarcaba los mojones del cementerio; después de caminar entre cruces tostadas por el sol y entre sepulcros semiderruidos, mi padre se detuvo frente a una cruz recién pintada. Con voz a medio tono leímos la inscripción con el nombre del muerto y la fecha reciente que había sido la última en su vida... era el mismo del guía que nos había sacado la noche anterior de nuestro laberinto de zarzas... maleza y calor...

Luis Sieckavizza A.
Leyendas de Tierra Adentro
Editorial José de Pineda Ibarra
Ministerio de Educación Pública
1966

lunes, 29 de julio de 2013

La Burla


LA BURLA

La tranquilidad del parque de Barberena era a veces quebrada por el fuerte ruido de los pasos del señor comandante local. La sombra de unos almendros, recortados como sombrillas, era profanada por la tímida y escurridiza carrera de unos cuantos patojos escolares, que en plan de capearse, atravesaban el parque rumbo a los cafetales, cañales y a las guaridas que solo ellos conocían.

El señor comandante local era un hombre fornido, de fiera mirada crispeantes mostachos, al estilo de los militares franceses de la época. En diversas fiestas de la Patria, nuestro comandante sacaba a relucir un uniforme de lujo, lleno de abotonaduras abrillantadas, con el correaje bien lustrado. Peinado sus bigotes, mientras la charpa cuidadosamente pulida colgaba del cinto.

El fiero semblante del militar, representante de la ley en algunas ocasiones, no tenia nada que ver con la bondad de su carácter; a diferencia de otros militares, el personaje de nuestra historia sabia ser amigo, departía con sus gobernados y cuando podía hacer un favor no era necesario pedírselo dos veces.

La vida del pueblo no tenía nada de novedoso, salvo en la época de las fiesta religiosa, se atronaba el ambiente con las bombas voladoras, los cohetes de vara y el necio repicar de las campanas. En la puerta de la iglesia se apostaba una pareja de músicos, un tamborón y un pito se desgañitaban con su monótono y tristón ritmo que día y noche se hacía presente con interminables notas.

Pasada la feria del pueblo volvía la calma, se vaciaba la cárcel de los bolitos que caían por escandalosos durante la fiesta y otra vez la macilenta vida de pueblo chiquito.

Gran distracción era ver el paso de la camioneta de pasajeros. Una vez al día tosía y estornudaba el motor del polvoriento armatoste que lleno de pasajeros y tanates recorría el largo camino entre la capital, la frontera y puntos intermedios.

Por unos instantes revoloteaban los vendedores de refrescos y tortillas con gallina, los huevos duros y las enchiladas. A veces algún pasajero barbereño llegaba o se iba del pueblo. Pero una vez zarpada la camioneta, todo volvía a su tranquilo vivir.

Una vez que se fugaron unos presos de la penitenciaria central de Guatemala, vibro el telégrafo dando ordenes de alerta a todas las policías, se sabia que por el lado de Barberena huían los bandidos y nuestro comandante local se puso en campaña. Hizo algunas batidas por los alrededores, pero no dio con los fugitivos. En una de sus salidas "en comisión", pasó por un paraje donde calmó su cansada humanidad con unos tragos de atol.

Era ya conocido por los dueños del paraje y eso motivó su retraso, después de los saludos de rigor, fue invitado a descansar; una butaca de cuero de res recibió la humanidad del señor comandante y cuando le llevaron el refresco de masa de maíz, sintió un cosquilleo en todo su cuerpo. En una bandeja astillada, con ligero temblor en las manos, una muchacha fresca y linda le hizo el presente de la tradicional bebida del campo barbereño.

Un poco de reojo, el comandante midió las gracias de quien le ofrecía el atol. La mirada de la muchacha dirigida tímidamente hacia el suelo, denunciaba aun más sus pobladas pestañas. El señor comandante tosíó cuando vio que a pesar de la pesada falda se dibujan acentuadas las rumbeantes caderas de la criolla samaritana. El atol tenía sabor a gloria, mitad por el cansancio, mitad por quien se lo ofrecía.

A guisa de piropo, el comandante dijo al dueño de la casa: "¡Qué flores más bellas se dan en su patio, es bueno que las cuide!". Toda la concurrencia se rió de buena gana solo a la muchacha se le encendieron la mejillas con un rubor que la hizo más atractiva.

La plática giró hacia el tema de los fugitivos y después de hacer comentarios sobre las lluvias y el tiempo, el comandante se despidió.

En el caminillo polvoriento se perdieron bestias y jinetes.

A partir de aquel día no le faltaron pretextos al señor comandante para visitar esos lugares. Hasta que pasados algunos meses era ostensible el romance entre el militar y la bella hija de los dueños del paraje.

La calma del pueblo se hacia insoportable al representante de la ley y no despreciaba motivo para encaminarse a la casa de su enamorada. En un atardecer cuando ya el deber estaba cumplido, se encamino por el sendero tantas veces recorrido, y al rato la noche se hizo presente con sus negros telones. Su cabalgadura ya conocía la ruta y él a veces, fumaba un cigarrillo o tarareaba canciones de moda.

Llegando a una vuelta del atajo, la bestia se puso cosquillosa, paró las orejas y agitó los belfos. Un fuetazo del jinete pasó inadvertido para el animal, quien a medida que se le obligaba a seguir para adelante más se encabritaba. Entrando a la vuelta del camino, divisó una figura humana que sentada a la orilla, mal contenía un llanto leve. La bestia se resistía a acercarse a la figura, pero el jinete la obligó. ¡Cual sería la sorpresa al identificar a la dueña de sus amores con su tanate de ropa al lado y en actitud desconsoladora!

Paró al quisquilloso animal frente a la muchacha y ésta levanto la cara denotando las huellas del llanto reciente en sus ojos y mejillas. Todo fue acercarse y ésta romper a llorar con más fuerza, para contarle entre sollozos, que su padre al enterarse de sus amores consumados, la había echado de la casa. El comandante la colmo de caricias y le dio la seguridad de que no la abandonaría en tan difícil trance. La alzó en vilo, la sentó a la grupa de la bestia y regresó a su procedencia.

En el camino la bestia demostraba inconformidad. El comandante aprovechaba la proximidad de los cuerpos para acender las llamas del deseo y con palabras amorosas y caricias tentadoras, consolaba las lágrimas de la amada castigada. Esta asegurábase a la cabalgadura abrazando la cintura de su enamorado.

Asomaron a las primeras luces del pueblo; las manos que asían la cintura del jinete pronunciaron su fuerza al grado que comenzaron a hacerle daño. La presión pasó inadvertida para el jinete, pero la cabalgadura a cada momento se hacia más incontrolable. Unos minutos más y aquellos brazos comenzaron a lastimar el vientre del jinete; ya no eran finas manos, llenas de amor, sino lacerantes tendones que se hincaban el la piel del enamorado, quien al tratar de aflojar aquella presión, notó que de suaves y cariñosos lazos se habían transformado en nervudos y duros, cubiertos de pelos hirsutos, que le aprisionaban hasta hacerle daño. La bestia estaba invadida de un pánico cerril. Al sentirse así oprimido, el comandante se desembarazó de aquel ser nefasto propinándole un par de golpes desesperados...

Era la burla de los enamorados, quien había engañado al provinciano jefe. Al día siguiente volvió al paraje y comprobó que todo era falso, que su amada seguía en el seno familiar y que todo estaba en paz...

La Burla, es un ser que engaña a los enamorados y a veces hasta los enloquece...

Luis Sieckavizza A.
Leyendas de Tierra Adentro
Editorial José de Pineda Ibarra
Ministerio de Educación Pública
1966

viernes, 26 de julio de 2013

El Tesoro de Juan No


EL TESORO DE JUAN NO

"...los campesinos de la "costa cuca"
guatemalteca le han dado ese apellido,
porque su fantasma existe,
 pero el no existe..."

La penumbra y el silencio que pueblan la montaña de la "costa cuca" guatemalteca llenan de sobrecogimiento a todo el que penetre en ella. Apenas si un débil rayo de sol logra filtrarse a través de la enorme marañan que forman las hojas de las copas de sus frondosos árboles. Y apenas si de vez en cuando se escucha en ella el ruido sordo, cuyo sonido repercute por todos sus ámbitos, que produce el golpe de la caída de un perezoso o una iguana que se han venido abajo de la rama en que dormían.

Una parte de esa montaña, en la que los árboles se conjugan unos a otros como en una suprema manifestación de amor, fue el sitio escogido por Juan No para esconder sus tesoros procedentes de los robos y saqueos ejecutados en las casas de las asciendas. A los pies de una ceiba gigantesca, cuya corteza marcó con un machete, para diferenciarla de las muchas que ahí habían, cavó la fosa en que los guardaba.

Juan No, a quien las gentes del campo guatemalteco llaman así para expresar que es un ser que existe sin existir, fue un bandido romántico. Robaba, no por placer de adquirir para sí, sino que para repartir el fruto de sus rapiñas entre los desheredados de la fortuna. de haber nacido en la época de Proudhome,(1) seguramente que habría sido uno de sus más fervientes discípulos. Para él, todo era de todos.

Su modalidad estaba en consonancia con su aspecto físico. Era alto, trigueño, barbilampiño y con ojos negros enmarcados en párpados rasgados. Síntesis perfecta de la fusión de la sangre blanca con la indígena. Vestía la usanza de los campesinos guatemaltecos: pantalón de montar de color caqui, polainas de cuero que se le llegaban más arriba de la rodilla, camisa blanca de dril con un rojo y amarillo pañuelo de hierbilla atado en el cuello en lugar de corbata, chaqueta corta de jerga momosteca azul y la cabeza cubierta siempre con un sombrero de petate de anchas y gachas alas. Toda su extraña vestimenta la remataba con dos pistolas que llevó siempre ceñidas a un cincho de cuero de lagarto y que sus manos hicieron disparar.

Sus manos jamas se mancharon de sangre, hasta el día en que los cuatro tiros certeros de una descarga que le lanzo la escolta que lo perseguía las mancharon con la suya propia. Su único delito era robar, lo repetimos, pero no para él, sino para los infelices explotados.

La escolta, que hacia años andaba tras de él, al matarlo se apodero de su cuerpo. Pero no pudo apoderarse de su alma, que fue la que se llevó el secreto de dónde tenia enterrado su tesoro.

Cuenta la leyenda, romántica como la vida de Juan No, que el día en que su alma tuvo que presentarse ante Dios, a dar cuenta de sus actos en la vida terrea, el Supremo Hacedor se apiadó de él, y lejos de mandarlo a los fuegos eternos del infierno, le dio por castigo que volviera a la tierra a decir dónde estaba su tesoro; y que cuando ya hubiera hecho esto, podría volver a las regiones celestiales para vivir en ellas siempre. El que nos enseño a perdonar a nuestros deudores, perdonó también a este ser cuyo único delito es querer hacer justicia en un mundo en que ella no existía.

La ceiba es un árbol cuyo tronco enorme tiene en el extremo superior una frondosa copa, que crece en forma vertiginosa. Tan vertiginosamente, que  cuando Juan No volvió a la tierra, tras ser juzgado por Dios, la señal que él grabó en la ceiba a cuyos pies cavó la fosa en que escondía su tesoro, se había confundido con las ramas de su copa.

Buscándola anda su alma atormentada, sin alcanzar su propósito, en la montaña tétrica que circunda el camino entre San Juan del Ídolo y Concepción la Grande.

Y por eso es que en las noches los viajeros que recorren esos caminos solitarios escuchan tras ellos el galopar raudo de un caballo. Vuelven la vista y no ven a nadie que los siga. Sin embargo, continúan oyendo el galope que les infunde pavor. Llenos de pánico pican espuelas al suyo y emprenden desenfrenada carrera. Pero siempre, por más ligero que corran, son alcanzados por el fantasma que llega a colocarse al lado de ellos. Y se dan cuenta de que va a su lado, y de que es fantasma, porque escuchan el ruido metálico de las espuelas y del freno, y hasta el vaho tibio de la jadeante respiración de la bestia en que cabalga y no ven a nadie.

En la sombra de Juan No, que existe y no existe, que recorre por las noches el camino entre San Juan del Ídolo y Concepción la Grande, hasta que llegue la ocasión en que haya un cristiano que, preguntándole si "es de vida o de la otra y en que penas anda", lo saque efectivamente de penas para irse a los cielos, con el alma ya limpia y tranquila, a morar en ellos por los siglos de los siglos.

Francisco Barnoya Gálvez
 Han de Estar y Estarán...
Editorial José de Pineda Ibarra
Ministerio de Educación Pública
1961