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sábado, 2 de noviembre de 2013

El Chucho sin Dueño (Cuento)

"...se enroscó sobre las baldosas frías
del corredor de una casa llena de
maléficas sombras..."

EL CHUCHO SIN DUEÑO

I

¡Siempre fue un misterio...!

Nunca se supo de dónde había llegado aquel perro.

Lo cierto es que un domingo se le vio por primera vez en el pueblo.

Todos lo miraban con cautela, aunque el animal les agradaba.

El perro se notaba cansado.

A la vez daba muestras de desesperación. Ya iba, ya venía de una a otra puerta y en vano buscaba con angustia el olor del amo.

¡Jamás halló la huella perdida!

Abatido y hambriento al quinto día de vagar, con lentos movimientos de tristeza se enroscó sobre las baldosas frías del corredor de una casa llena de maléficas sombras.

Los vecinos de San Juan, de tanto ver horribles fantasmas en aquellas vivienda, dieron en llamarla La casa de los espantos.

Posteriormente le llamaron. La casa de la sabia.

Le dieron ese nombre porque allí vivía una niña, llamada Blanca Lydia. De ella se contaba con sorpresa y aire de misterio, que había llorado estando aún en el vientre de la madre.

La versión sirvió de fundamento para creer que la niña gozaba de privilegios extraordinarios. Entre ellos el de ser vidente...

¡Siempre fue un misterio...!

Nunca se supo de dónde había llegado aquel perro. 

Lo cierto es que después de varios días, se encariño con la casa y echó raíces de querencia en ella. Allí dormía y no lo pudieron retirar de ese lugar.

-Con el correr de los meses, la arrogante estampa del perro se esfumo a fuerza de hambre y la mano del abandono la modeló sobre los vaciados del trascijamiento.

Cuando llegó a ese estado la gente le huía.

El perro despedía mal olor; el roñoso jiote sustituyo en su cuerpo el suave y brillante pelo que lo acreditaba como perro noble y de casta fina.

El animal vagabundeaba por todas partes, pero nunca le iba tan mal, como cuando pasaba por la escuela. Al pasar por ese lado, los niños lo apedreaban gritando: "Allí va el chucho sin dueño".

Por su calidad supo sobrellevar los riesgos de la inclemencia, pero cuando los instintos del hambre le hicieron aullar se volvió mañoso.

Por esa causa lo castigaban con severas apaleadas.

Pero no le quedaba otro recurso; después de sufrir la paliza, volvía a las andadas.

De esa cuenta, el perro llegó a ser hábil ladrón.

Así se mantuvo. Esa fue la trayectoria de su nueva vida en el pueblo de San Juan Patrón.


II

Blanca Lydia dejó de ser sabia y se convirtió en novia. Es decir, al querer, perdió la videncia y el poder.

Muchos apuestos y variados mozos, le visitaban. 

Mas en la calle se afirmaba que sólo Aníbal Segovia era el novio. Además se sabía que en breve pediría su mano.

¿Quién no sabía de aquellas relaciones?

Todos los vecinos lo sabían y mientras los novios divagaban en nubes de románticas ilusiones, unos aprobando y otros criticando, ellos a la chita-callanda discurrían tales amores.

Con el ir y venir de las voces que llevaban y traían las gentes del pueblo, la noticia llegó a oídos de Miguel Ángel Flores.

Pero era hombre por sencillo crédulo y además confundía la amabilidad con querer de una mujer.

Esa ingenuidad le hizo creer que Blanca Lydia, le amaba de verdad porque en más de una vez, le fue amable y hasta se rió con él. También en ciertas ocasiones Blanca Lydia recibió de sus manos, lindos ramos de flores.

Pero era hombre por sencillo crédulo y además confundía la amabilidad con el querer de una mujer.

Esa ingenuidad le hizo creer que Blanca Lydia, le amaba de verdad porque en más de una vez, le fue amable y hasta se rió con él. También en ciertas ocasiones Blanca Lydia recibió de sus manos, lindos ramos de flores.

Pero, ¿de quién no recibía flores, si la gente le rendía homenaje y por bonita decían que era reina o patrones del pueblo?

La noticia llegó a Miguel Ángel Flores, como torbellino de amarguras y el amor propio le hizo sentirse traicionado porque estaba ciego de amor por ella.

Herido en ese sentido, los dardos del despecho le destrozaron el corazón. Los embates de la dignidad le embotaron la cabeza.

¡El hombre se vio abrumado!

Luego, ya sin freno moral, se aceleró en su pecho el péndulo de la venganza.

En seguida, casi dentro de los límites de la locura, juró una vez y volvió a jurar que se vengaría.

Hizo una cruz sobre la tierra y la besó. Al tiempo de besarla, juró otra vez más, diciendo: "Blanca Lydia, ni para mí, ni para nadie...".

Y el loco se perdió en el fondo de una calle jurando grito en garganta pronta venganza.


III

Con el cartelón de la amenaza, los días pasaban tediosos.

Todo era visible, el vecindario lo adivinaba. Lo único que no se miraba, era la aguja del destino que caminaba como un segundero en el reloj de la vida.

La lentitud de las horas, la amargura del tedio, y el nerviosismo de los desvelos pusieron a Blanca Lydia, con la situación de cara hacia un camino lleno de abrojos.

Y fastidiada Blanca Lydia por la presencia del perro hediondo, en arrebatos de mal humor, derramó una jarra de agua caliente sobre la cabeza del noble animal.

Quizás su intención fue retirado del lugar, pero no lo consiguió.

El perro a pesar de su dolor, siguió queriéndola; mas no abandonó el corredor de la casa.

¡Causaba lástima ver aquel animal!

Caminaba con la cabeza vencida casi arrastrándola. La oreja izquierda florecida de gusanos. El dolor y los punzazos de la intención lo llevaban en esa esa situación.

Por donde pasaba dejaba huellas de sanguaza.

Los días pasaban tediosos. Todo era visible, el vecindario lo adivinaba. Lo único que no se miraba, era la aguja del destino que caminaba como un segundero en el reloj de la vida.

La lentitud de la horas, la tortura de los celos y la locura de la venganza, pusieron a Miguel Ángel Flores con la situación de cara hacia el camino del crimen.

Y una noche lóbrega, tenebrosa y sin estrellas, tal como es el alma del destino, logró burlar toda vigilancia y penetró en las habitaciones de la niña.

Nadie lo vio. Nadie lo sospechó.

Sólo el ojo avizor del doliente animal, mantenía vigilancia en torno a la casa donde vivía la codiciada niña.

Blanca Lydia estaba con la vida en un hilo.

Décimos de segundo faltaban para que el vengador enfundara en el inocente pecho de aquella criatura, su filosa daga.

Mas el perro, sacando fuerzas de flaqueza, con rabiosa furia, atacó al asesino.

Le desgarro las sentaderas y de una fuerte e instantánea sacudida lo tumbó al suelo.

En el piso se devanaban dentro de una poza de sangre Miguel Ángel Flores y el perro guardián de la niña.

Mientras tanto Blanca Lydia al despertar, gritó pidiendo auxilio.

La familia presta llegó y el loco al verse acosado, pies en polvorosa huyó.

Y el perro, ¿a esa hora donde estaba? Se hallaba sobre las baldosas frías del corredor; se hallaba fatigado; se hallaba agotado.


IV

¡Siempre fue un misterio...!

Nunca se supo de donde había llegado aquel perro.

Lo cierto es que en el caso de la niña que estuvo a punto de ser muerta, el perro fue su ángel salvador.

La lentitud de las horas, la desesperación del mal que llevaba en la oreja y el instinto de fidelidad, pusieron al noble animal con la situación de cara hacia el camino de la muerte.

Todo el pueblo comentaba la tragedia, y cuando el abuelo de Blanca Lydia llego con un collar de oro a premiar la acción del perro, ya estaba muerto.






Manuel Lemus Racinos
"El Viejo Fila"
Cuentos Orientales
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1964

sábado, 24 de agosto de 2013

El Hombre que no Podía Morir



EL HOMBRE QUE NO PODÍA MORIR

I

Ya había perdido la cuenta de los años tío Ney Girón.

Unos le calculaban cien otros le aseguraban no menos de ciento cincuenta; todos hacían cábalas sobre los años que tenía Tío Ney.

Tío Ney contaba cuentos. Se sabía de memoria la vida y milagro de todos los habitantes del lugar. Recordaba como el primer día los viajes del general Barrios a muchas provincias de oriente.

-Allí debajo de la ceibita estuvo sentado
-decía.
-Aquí pasó y le dijo adiós a la niña Antonia, que era la muchacha más guapa del pueblo.

Tío Ney se entretenía en referir su activa participación en la guerra de Totoposte. En cuanto a la guerra de Regalado ya ni siquiera decía nada, porque para entonces ya era viejo. Bueno, él decía que la del Totoposte se había sucedido en el siglo dieciocho.(1) 

Tío Ney era festejado por todos; hombres y niños le guardaban afecto especial, no por su patriarcal prestancia, eso no, porque tenía un cuerpecito endeble, era algo "neshnito", apenas unos ciento cincuenta centímetros sobre el nivel del suelo (metro y medio ¡qué tal era el pachito...! Ni siquiera en el cupo o en el servicio militar lo habían aceptado ahora, porque demostraba estar "descriado"), la pequeña elevación sobre el nivel del suelo, paralelo a un palo a guisa de bordón liso por los años, sin ningún asidero técnico u ornamental, un bordón a la pura brava, a lo puro macho, a lo puro bruto, envuelto en trapos que cambiaba allá cuando se caía una casa... era por sus caulas que subyugaba, a los niños especialmente, y a los grandes también, porque se dijo entonces, como ahora también, que "de una maldición de un anciano Dios nos libre...".

Había nacido quien sabe cuando. De lo que menos se preocupaba era de saber cuántos años tenía, porque cuando se le preguntaba eso decía:

 -A saber...

En la última letra de la palabra, se le iba el desconsuelo de una angustiada experiencia. Ni siquiera sabía cuántos años tenía...

Siempre fue pobre -¡ah los pobres!- Fue casado y no tuvo hijos con su esposa. Lo peor que le pudo haber sucedido, así lo afirmaba él mismo. A esas alturas tendría quien lo cuidara. A veces decía...

-Me dan ganas, muchas ganas, enormes ganas de morir. Quisiera que cuando muera me hagan un entierro con banda, buenos responsos con la banda marcial. Que lleven crespones negros y que caballos chilenos encabecen el entierro. Por algo soy teniente de caballería ascendido en plena campaña. Mis galones jieden a polvora...

Se resquebrajaba los dedos, tronándoselos, como para olvidar esa pena, conjugándola con sus pasadas glorias de la guerra totopostera. Se pasaba el puro, un tabaco machacado, de un lado para el otro, como violineta, sin quietud, por la inquietud que le producía el aluvión de recuerdos, ya casi no soportables en su corazón, porque eran muchas cosas las que había visto y vivido. su senectud lo tenía agobiado.

Ernesto Girón en su tiempo -cuando fue joven- fue como aquellos frasquitos pequeños. Como que era un canuto de carrizo, templado, arisco, miraba sombras como el que más. Era entonces, o fue entonces "la mera tatascama", como quien dice, la cáscara con que se curaba el jiote. La pura hilacha.

-Una vez me agarraron a filazos por el Quebracho. Eran siete de un viaje los que saltaron de un cerco de piedra: me estaban esperando, cuando yo venía de ver una mi "cashpiana". Solo me dieron tiempo de desenvainar mi vizcaino que me regalo el coronel Recinos. Como eran tontos, entonces pelié con ellos con los pies, con la boca, con la cabeza, con todo, y hasta "juelgo" les eché. Empezaron a caer uno por uno, cansados. Empezó el asunto como a las cinco de la tarde de un domingo, eran las once de la noche y aquella tremolina no se acababa. Como a las cinco de la mañana del siguiente día ya se habían juido todos y yo me quedé con la mera gana, como si nada hubiera pasado. Del machete solo me quedaba la cacha, porque me lo amellaron todo y a cada filazo, a cada riendazo que me rempujaban,  solo metía el vizcaíno, primero me lo pusieron como una sierra, después tilín, tilín, tilín, volaban los pedazos de corvo así me lo iban desgastando. Me quede solo con la cacha. A las cinco de la mañana no quedaba niuno. yo tuavía echaba chispas, era un chinchintor como quedé. Lo pior era que así que lo cucaban a uno no le daban el ancho. Esa vez agarré aviada para abajo, para el pueblo, tulún, tulún, tulún, hacia el piedrero del suelo, del camino, por allá volaban los pedazos de correyas de los caites. A mediodía las piedras se ponen como el diablo de calientes. Cuando serví de alguacil en el cabildo aprendí a usar caites, porque el piso de la alcaldía tenia cemento, y se ponía muy helado, aquella heladería  entraba hasta arriba, por eso me encaité desde muy chiquito. Al mediodía, como les digo, las piedras del camino, de la calle real, de todas partes, el tetuntero éste se pone como que uno anda sobre brasas, por eso usé caites. Ahora me pongo zapatos, estas chancletas que ni me gustan siquiera, pero es por la edá.
-¿Y que más tío Ney? ¿Cómo acabó el pleito?
-Les diré. No obstante de ser un mero arrecho para el corvo nunca me dejé sentar mosca. Soy algo arisco. Además de eso, tengo la yerba de la piedra imán y la piedra de la culebra...
-¿Y eso qué es?
-¡Ah, ustedes si que preguntan mucho! Mejor doblemos esa hoja...

Cuando hacía recuerdos se ponía vivaz, alegre. Se le olvidaban hasta las dolomas. Como si rememorar todo aquello fuese un antídoto para su ancianidad.

Recordaba con precisión matemática hasta eclipses de sol y de luna de hacía cincuenta u ochenta años atrás. En los infolios de su pensamiento, de su memoria, estaban apuntados todos los sucesos del lugar, la vida y milagro de todas las familias. Adornaba cada historia con un dejo sonriente, con una malicia muy suya, peculiar. Movía la boca un poco peshte por la falta de toda la dentadura que no se pudo reponer en su tiempo, como queriendo retorcer los conceptos, para hacerlos más amables, más graciosos a los que le escuchaban.

Tío Ney era un gran hombre en toda la región. el prototipo del acucioso, del recopilador de acontecimientos. Un verdadero anaquel, una biblioteca andante con recuerdos ya amarillos por el tiempo. Pero ni siquiera sabía leer, todo lo tenía arrinconadito en la cabeza.

II

Tío Ney en cuanto menos pudo trabajar fue más pobre. No tenía para comer. No sabemos por qué había dilatado tanto tiempo con vida. Era un caso excepcional; viejísimo, ya empedernido, talishte, enclenque, pura cáscara de encino, curvado como una C, con un cuerpo como de palo de guayabo, estaba agobiado por el fardo de tanto recuerdo.

Ni catarro le daba. Y como no se moría, la gente poco amiga de participar en actos de caridad pública, "no puede uno estar regalando día a día, lo que le cuesta el sudor de nuestra frente" -se decían, mascullando para sí, toda una mala intención-. Empezaron a sospechar del por qué no se moría el viejecito,

¿Cuál sería la causa? Era una pregunta colectiva en el barrio del Rastro, más allá del Nisperito, por donde despuntaba el riachuelo llamado la Javilla, en el que se revolcaban los coches, y en cuyas piedras grandes que como promontorios negros se alzaban, se ensuciaban los zopilotes, blanqueándolos permanentemente. Eran los zopes que espiaban cuando en el rastro cercano, que estaba en la cuestecita ya para subir el plancito del Tamarindo donde vivía Braulio; espiaban el momento, el segundo propicio de botar las palanganas de tripas, las palanganas de estiércol de reses. Ojo avizor estaban los zopes, los que tambien eran ariscos, guz, guz, guz hacían, y los ojos redondos, chiquitos como reflectores enfilaban hacía los niños que pasaban a saltos el puente de piedras que estaba sobre la Javilla, cuando aquéllos iban a comer talpajocotes al otro lado. Los zopes tenían miedo hasta de su sombra, eran como los zopilotes de Esquipulas -según lo que cuentan- que ni en bien uno se llevaba la mano al bolsillo, o saca un pañuelo, alzan el vuelo. Es que creen que uno a sacado una honda de hule para apedrearlos.

Loa zopes, las nubes de zopes, todos de luto implacable, en el día asoleándose en las piedronas  del riachuelo de la Javilla, por la noche metidos en la maraña del tamarindon, en la maraña del talpajocote, en la maraña de la vega ribereña. Ellos custodiaban igual que al rastro a la casita que como una cuevita guardaba la viejísima figura de tío Ney porque tío Ney ya no era Ney ni Ernesto, era solamente una figura, solo eso, una figura.

Tío Ney era un fenómeno de la naturaleza.

-No hay que creer, ni dejar de creer, como dijo Santo Tomás. Es justo que se muera. Todo a su tiempo. Está pasando muchos trabajos...

Todos creyeron que la prolongación indefinida de la vida de tío Ney tenía su por qué...

Algunos, muy curiosos, le preguntaron al viejecito por qué no se moría, así a la pura quien vive, a secas. El, como si no se diera cuenta, como si viajara en otra dimensión, contestaba:

-¡Hummm...!

Sacaron en  claro muy poco, poquísimo.

Todos querían saber de cómo hacía para sostenerse con vida en este mundo, casi sin comer, pobre y por tantísimo tiempo. Pero nadie halló una respuesta que satisficiera la curiosidad.

III

La noticia corrió por todo el pueblo en el momento menos pensado.

-¡Tío Ney está enfermo...!

Todos fueron a verlo, en su casita allá por el rastro, metida entre piedronas, algo así como del tamaño de la de los compadres que está en el camino para Esquipulas. Su ranchito repellado con tierra en la que se miraban los dedazos de los obreros, estaba cautiva, como aprisionada entre un cercado de piedras, de matas de maguey y un incontrolable ejército, una multitud de zopilotes que desde el tamarindo, el talpajocote, desde la vega, de las piedronas de la Javilla no soltaban su presa: la casita, la cuevita de tío Ney.

Algunos más ambiciosos, con una mirada registraban todo el interior del rancho. Buscaban rincones sospechosos donde pudiera guardarse algo, como quien dice algún bucul con pisto, alguna cajita llena de billetes de a mil, cabían en cualquier envoltorio, bueno aunque fuera menos, de algo a nada hay su buena diferencia...

-Tal vez tiene pisto enterrado, ¿verdad? ¿Pero por qué vive tan en desgracia, tan pobre? Eso es quizás por el empauto. Al estar empautado, es porque gozó antes y ahora ya no tiene permiso. Por eso tal vez no puede morir.

Otros, los menos desde luego, vieron en la enfermedad del viejecito una cosa natural, o sea de que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Y vaya que tío Ney después que ajusto los cien, había perdido la cuenta... Como quien dice que se pasó del ishco... O sea que se pasó de la medida.

La versión más aceptada y que se prolongó más, fue la de que estaba empautado, con ya se sabe quién, mejor dicho con el diablo. Todos lo creyeron.

La verdad es que no se levanto más de la cama, del tapesco mejor decirlo con sus propias letras, porque no puede llamársele cama a una tapesco o enrejado de varas...

Por las noches se oía en la vecindad, alaridos que herían el viento; la densidad nocturnal se llenaba de miedo. Era como si un espanto, un fantasma despavorido se alargara por las hondonadas, desguindándose por la Javilla, hasta llegar a los pretiles.

La arboleda sembrada de enormes piedras donde se asoleaban en el día, filas de garrobos, parecían sombras de lóbregas prestancias que estrangulaban la noche. La vegetación oteaba el ambiente, su reino estaba confabulado de miedo. El eco triste de la nada se iba por la quebrada, por la javilla. Río abajo se perdía con las aguas negras, se perdía más abajo todavía. Atrasito de donde tío Bucho, por donde don Files Aguilar, atrás también de onde don Pedro Barrera, allá por donde vive Porfirio García, nieto de tío Tago,  el del Tope de Mayo, por ahí se iban desguindando las aguas de la Javilla que en la noche se deslizaban aturdidas de miedo.

El pavor era nuevo. Era un miedo de muerte, como con olor a ciprés y a campánulas silvestres, de aquellas color violeta que se enredan sobre los cercos de piedra de los cementerios...

Era porque estaba enfermo tío Ney. Parecía que los espíritus malos andaban sueltos, rondando los barrios con punto focal: el rastro, el barrio del Rastro. De por ahí irradiaba el miedo a todos los lados de la rosa náutica.

IV


Dos meses llevaba se estar en cama. Lo velaban todas las noches. Mandaron llamar a los mejores curanderos del lugar y de otras partes también. Todo lo pagaban los vecinos. Nadie atinaba cuál era la enfermedad. Médicos titulados no habían ni en quinientas leguas a la redonda, un pueblo triste, desposeido de todo, entonces y siempre, nunca un médico se quiso instalar en él.

Todos acertaron a decir:

-Se tiene que morir tarde o temprano. Algún día. Por vejez, por empauto, o por lo que sea, pero se va a morir...

Sus pulmones, su corazón, sus ojos, sus nervios estaban bien. Toda su maquinaria funcionaba perfectamente Algún tornillo le hacia falta, el que los curanderos no encontraban. No atinaban dónde estaba el punto flaco. el punto débil. Don Rufino no le halló el mal. Tampoco se lo halló don Chus. Peor don Tío Tin Suque, acertó así:

-Ernesto se tiene que morir un día de éstos, ya verán, ya verán... Algún día se ha de morir- concluyó.

Tardaba mucho.

La pregunta era colectiva:

-¿Por qué es que no se muere tío Ney?

Algunos dolores, eso era todo. De ahí no pasaba.

Un día un ventarrón abrió la puerta de un romplón. Afuera estaba o había una noche silenciosa, densa, como para agarrarla con las manos. No se movía ni una hoja. Ni toses, ni voces, ni aire, ni grillllos, ni ranas, ni tecolotes, ni lechuzas, ni nada. Afuera una paz camposanteana que imponía solemnidad en todo el mundo.

El ventarrón apagó los candiles. Amenazaba levantar en vilo el rancho. Todos se alarmaron.

-¡Santo Dios, Santo fuerte! Mañana es el día de la Virgen. Dios nos acompañe.

Todos tenían las caras largas, cadavéricas, asustados. Unos se miraban a otros y el miedo apareció en todos los rostros...

Tío Ney se incorporó en su tapesco, quiso hablar, apenas movió los labios, dijo tres palabras incoherentes que nadie entendió El aíre pasó. Todos musitaron sus pensamientos, coincidiendo que que aquel airazo lo mandaba el Malo, mañana es día de la Virgen otra vez.

Alguien, como en el eureka aquél, recordó:

-¡El médico del Dorador!(2)
-Andaite vos Chilelo a traer el médico del Dorador. Pero que se venga ya. Orita mismo.

El médico del Dorador, era un hombre negro, llegó de Belice a esa aldea que está entre el Shiste y el Obrajuelo, más allá de Las Lajas. Vivía por esas chifurnias haciendo el bien a todos. Su fama era internacional, pues del otro Estado venían a verlo también.

Chilelo Broncano anocheció y no amaneció. Iba camino del Dorador. Llevó cumplida noticia de lo que pasaba a tío Ney.

Por ay, por ay por las once de la mañana. El sol esaba rascando media comba del tamarindón, cuando se oyó el tropel, sacando chispas con los herrajes de las patas de una mula prieta clarinera.

Era el médico del Dorador.

Entró en la casa. No saludo a nadie. Todos lo vieron. Estaban pendientes de sus movimientos. De una mirada ausculto todo el ambiente, arriba, abajo y a todos lados. De pronto se puso a mirar a uno por uno de todos los que hacían rueda en el rancho, sentados en troncos de palo, en piedras o en bancos improvisados, o en orilla de cajones, porque en un cajón se sentaban dos gentes.

El médico negro detuvo su mirada en una almohada. Se fue hacía ella y de adentro sacó unos viejos papeles, leyó en voz baja, en una lectura que nadie entendió.

Todos lo vieron. Estaban con el alma en un hilo.

Cuando terminó de leer los papeles... tío Ney estaba muerto...

A partir de ese momento el médico negro se puso comunicativo con quien primero encontró con su mirada blanca y una sonrisa igualmente blanca.

Estos papeles, eran oraciones que estaban escritas al revés. Si no las hubieran leído, todavía estuviera vivo tío Ney.

-¿....?

-No, no tengan pena. No vale nada. Un favor no cuesta hacerlo. Y el médico del Dorador, se puso a pensar dos segundos. Dijo adiós de junto, un adiós colectivo, un adiós pluralmente agradable a los presentes, u se fue. Desato su mula que estaba amarrada a en un palo de morro, y desandando el camino volvió por donde había llegado.

Tío Ney había muerto y con ello había concluido una angustia de toda la población.

La paz Javillana -del barrio del Rastro- había vuelto a su cauce, Los zopilotes ni cuenta se dieron. Habían matado vaca ese día y pedazos de tripón y de panza, eran motivo de una disputa entre zopes, guz, guz, guz; un guz negro como el médico negro del Dorador.

Y el caso aquél pasó a formar parte de la historia del pueblo, que unos y otros se han encargado de transmitir: el caso del hombre que no podía morir...


Alvaro Enrrique Palma Sandoval
Cuentos La Querencia
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1967







1. 1906  Guatemala declara la guerra a El Salvador, porque su presidente General Tomás Regalado tenía varios años apoyando movimientos revolucionarios para derrocar al Lic. Manuel Estrada Cabrera (guerra del totoposte). El ejército salvadoreño llegó hasta el Jícaro donde murió el mismo General Regalado replegándose para atacar de nuevo. El 20 de julio de 1906 representantes de los gobiernos de El Salvador, Guatemala, Estados Unidos y México firmaron los tratados de paz a bordo del crucero de guerra norteamericano “Marblehead”.

2. Dorador, caserío del municipio de Agua Blanca, Departamento de Jutiapa. 

lunes, 12 de agosto de 2013

La Lente Opaca, Flavio Herrera, Simona

La Lente Opaca, Flavio Herrera

SIMONA

Volvía de Europa Eduardo tras diez años de ausencia. Diez años en que su atolondrado rastacuerismo rodó de país en país sin ningún objetivo edificante. Obseso únicamente por moceriles aventuras y porque la paternal munificencia constante renovadora de los depósitos en los bancos garantizando los despilfarros del granuja.

Apenas si, de tarde en tarde, presuroso garrapateaba dos lineas para la madre que, aquí en América, languidecía en la ausencia. Eran dos lineas de un sentimentalismo forzado y ramplón en que exaltaba el dolor de esta ausencia y columbraba la felicidad del retorno al regazo materno... pero más tarde, cuando se concluyeran los estudios... que Eduardo seguía asiduamente por todos los cabarets de Montmartre.

Pero un día salió de su atolondramiento sintiendo que el mundo se le desquiciaba. Un cable fatal comentaba el fracaso de su vida holgazana y feliz. Su padre había muerto y la madre lo llamaba recordándole su responsabilidad de único hijo varón en el hogar dolorido.

Streamer
Lloró. No tanto por el padre cuyo recuerdo le esfumaba la pátina de diez años de ausencia. Lloró más por el sesgo que la fatalidad daba a su vida futura. Cuando, a bordo del Steamer que lo volvía a América, oyó los pitazos de zarpe y sintió la pulsación sorda y profunda del vapor en marcha, cuando se vio ondear melancólicamente cien pañuelos amigos que lo despedían en los muelles, una sensación inenarrable, un dolor agudísimo le echó largo rato sobre la borda sollozando, como si Europa se le hubiese corporizado en las entrañas y ahora se le arrancara bruscamente, y muchos días, sin salir del camarote, pasose humedeciendo con besos y lágrimas el retrato de Nette, una linda cocota de allá en París le chupaba el vigor y los bolsillos.

Hasta que en su mente obcecada la reflexión se fue filtrando como rayo a través de un nublado. Ya pensaba en la madre. Un sentimiento filial y profundo surgía mitigándole la amargura del regreso. La idea del ser débil a quien él fuera a amparar. Luego, la prole. Cuatro suaves hermanitas que le esperarían... Y en las noches de a bordo, sobre el jadeo del mar iba su insomnio delirante forjando planes grandiosos... Asumir la responsabilidad doméstica, aprestarse a la lucha con viril fortaleza, redimir deudas y un día, rico, feliz y para siempre volver a Europa donde los brazos de la Nette le esperarían para ceñirse a su cuello a guisa de guirnalda de triunfo.

*

Eduardo se convencía con tristeza de la situación económica de la casa. ¡Cómo él pudo ignorarla tanto tiempo! y en silencio, con lágrimas profundas santificó y admiró la prodigalidad paterna que durante diez años cubriera estoicamente sus excesos sin hablarle jamas de restricciones ni penurias, Ahora sabía la dolorosa evidencia. Las sumas acrecían macabramente el pasivo y en legajos de papeles y en los libros fue conociendo la historia de aquella decadencia. Las rentas, ahora exiguas ya que los terremotos desplomaron las casas, las veinte casas de los abuelos. Volvió la mente a las finas. Pensó que allá en las sierras quedaba algo: dos fincas en abandono y apenas recordadas de tarde en tarde por algún informe de administradores rapaces que vivían esquilmando los predios.

En los últimos años, el padre se marchó a las sierras. Levató créditos; renovó siembras: montó trapiches y acopió colonos. Un fragor dinámico conmovía la paz agreste. Donde hubo antes silencio y olvido luego zumbaba un rumor de enjambres. La familia toda fuese también a vivir a la montaña, a Cuyulán, una de las fincas. Allá, medio derruido quedaba un chalet que el celo paternal refaccionó con empeño y amor, porque allá vivió el padre veinte años atrás, al transcurrir su inquieto mocerío. Cuando el abuelo adusto y educado en Inglaterra buscó para el hijo el consorcio de la tierra por avezarlo a la rudeza de la vida agreste créandole la aptitud de presidir un día la colonia y los cultivos.

Luego, tras efímera incremencia, la baja del café, del azúcar... La crisis. Y los créditos enormes; las propiedades comidas de hipotecas; los intereses, el fantasma de los intereses creciendo, siempre creciendo y devorando el capital inexorablemente. Era cardiaco y una mañana le encontraron muerto sobre la carta de un acreedor que cobraba réditos con torpes amenazas de ejecución.

Eduardo calculó, liquidó mentalmente y sintióse un tanto feliz pensando que la mitad de los bienes redimiría las deudas y que luchando, trabajando podía volverse a flote. Sentía  despertársele algo hasta entonces adormido en él; algo noble y recóndito, un sentimiento grato y solemne de responsabilidad ante la madre aniquilada de dolor, medrosa ante la quiebra; ante las hermanas inocentes del riesgo circulante y entonces el sentimiento de su juventud plena dábale una aptitud total frente a las solicitaciones de la vida fecunda y muchas veces, a solas en su escritorio, templaba los puños y adelantaba el pecho en gesto de eficiencia y decisión mientras ideaba proyectos fabulosos.

Para el éxito de sus planes, él mismo administraría las fincas saneadas. Iríase  al campo. Presintió muy hondo el golpe de esa trasposición tan ruda y triste. ¡París... La selva! Una finca perdida en las montañas. Todo el cuadro salvaje. La vida criolla; los indios; la convivencia con gentes safias y violentas; el contacto con la jayanería de los contornosen fin, ¡la muerte! y apenas si mitigaba el ardor de esta vida la idea obsesora del viaje soñado, ¡el viaje definitivo que remataría sus éxitos agrarios y hasta entonces vivir su vida otra vez!

Y fuese a Cuyulán. Atraíale el nombre sonoro y abierto como una clarinada, que, en sus sueños agrarios había también un épico concurso de fuerza y de victoria. ¡Cuyulán! En un repecho de montes dormidos entre el dinámico abrazo de dos ríos. En las noches oía rodar sobre las selvas la serenata de las aguas meciendole el alma en una melancolía salvaje. Y fatigado, satisfecho tras un día de acción fecunda, dormíase en alguna hamaca de los corredores, frente a la sierra maternal y solemne hasta por la calvicie milenaria de las cúspides que besaban las nubes.

A la inconformidad de los primeros días, en el ánimo de Eduardo sucedía una resignada tristeza. Lenta y suave conformidad le invadiera al interesarse por las cosas circulantes. Las siembras... el augurio de cosechas felices... algún colono herido. Los mil incidentes cotidianos. Y sin sentirlo, corridos unos meses, estaba Eduardo hallado en su nueva situación. Ya, se dijo: "En la vida todo es asunto de costumbre... Y entonces Europa... París... el fausto pretérito... Los recuerdos felices...". Las horas románticas perdían en su mente la fuerza punzadora suavizándose en una impresión vaga y lejana como de cosas entrevistas en la palidez de una lectura o en el borroso limbo de algún sueño.

Además, esta vida salvaje no carecía de atracciones. Las partidas de caza; las pesquerías fecundas en la prodigalidad de los ríos y algo más que la aromaba la rusticidad de las horas. Los domingos había dado en echarse por el pueblo. Aquel poblacho, nido de sordidez y chismorreos, escondía para Eduardo una atracción romántica. Descubrió dos o tres bellezas silvestres que por verle pasar en su jaca* mora, asomábanse a las ventanas con las caritas embobadas y el alma en las pupilas.

¡Pero si hasta en la propia finca había! Al pronto Eduardo no reparó en ellas. Las conoció en un sábado cuando el pago de jornales congregó a la colonia en la finca central.

Fresca belleza, la cerril lozanía
Con ojos de pasmo, Eduardo contemplaba la fresca belleza, la cerril lozanía de Simona, hija del tejedor; de Isabel y María que, como las vírgenes del cuento, eran, la una morena; rubia y exótica la otra; de Candelaria: de veinte más. Todas frescas y agraciadas como frutas en sazón; pero de todas, la suprema, la que sacudía los gastados nervios de Eduardo, era Simona. Oriunda de la finca. Allí naciera veinte años atrás, cuando él, de fijo. entretenía sus ocios de rapaz jugando el trompo y la pelota. ¡Simona! flor de la serranía. ¡Esbelta, blonda, felina y con el incendio del trópico en las pupilas!

Eduardo comenzó a requebrar a Simona en cuanto la ocasión se la puso cerca, iba y venía de Cuyulán al Pino para verla. Una cosa pueril, el más fútil motivo dábale pretexto para su viaje. El deseo de la sierva obsedía al amo con ímpetu creciente. Un día ordenó a Tomás, el mayordomo,  la traslación del tejedor y su familia a Cuyulán. Allá en el Pino las viviendas eran sórdidas y viejas; aquí nuevas y claras, para abrigo del cuerpo y efusión del ánimo.

Y así, se cercaba el buitre a la paloma, porque Eduardo, atisbándola, daba idea de esas aves de presa que con voraz delectación vuelan sobre la víctima en grandes círculos antes de atraparla.

Ya el padre de Simona, caduco y cegatón, no trabajaba. Desde que vino Eduardo a la finca gozó de privilegios cobrando méritos de antiguo servidor. Con los primeros colonos había llegado a Cuyulán. Entonces no era tejedor. Desbrozó campos y sembró cafetos y fue después, cuando la finca floreció, se pobló y urbanizose en la intensidad del vértigo agrícola, que el viejo, fatigado, cambió el machete por el telar y las agujas, sintiéndose solidario del éxito y con derecho al reposo. La madre de Simona conserva vestigios de hermosura pretérita. Era de tipo aquilino y señoril y según ella, de niña, vistió seda y rozó con "gente", pero venida a menos, casó con un artesano sin trabajo que un día desesperado se enroló en la colina de Cuyulán.

Y este hogar minúsculo se instaló en una casa fresca y nuevecita, construida exprofeso frente al chalet del amo, señor don Eduardo...

Sucedíanse a diario las concesiones y preferencias. Se disponía que el tejedor devengase doble salario en premio a su añeja fidelidad. Se proveía al tejedor de los graneros. Cuanto en la finca se mataba res, naturalmente las primicias eran de Simona.

Comenzaron rumores y bisbiceos. Algunos colonos rezongaban mirando con mal ojo a los privilegiados. Corrían chismes, pero Eduardo, con la obsesión de la muchacha, no reparó en nada. A menudo, pensando en ella, tenía íntimos azoramientos. ¡Aquella su timidez con una campesina...! ¡El, todo un señor civilizado que en la supercivilizada Europa... que en los cabarets...! Así, su gentil desenfado de otros días fracasaba cómicamente ante la rusticidad de una ardillita. ¿Amor? ¡Qué  estupidez! Pero, ¿entonces...? Y resistía el análisis. ¿Qué iba a saber la causa? Mas se iba convenciendo que nunca podría ser lo que pensara. Ante Simona sentíase tímido, débil, con dulce timidez solo sentída allá en la ingenua adolescencia, cuando por vez primera oprimió la mano a la primera novia.

Y, ¡cuántas ocasiones! A menudo la encontraba sola en algún paraje. en los cafetales..., en la vega del río cuando Simona iba a lavar las ropas. Premeditaba el asalto, decidiase en ímpetu heroico, aproximábase soltándole un requiebro... desgairada y gentil, la muchacha se le encaraba sonriendo. Sucedía entonces algo ridículo. El se azoraba de súbito, sobrecogido de una vaga emoción... de respeto... de éxtasis ante el garboso desenfado de Simona y se alejaba corrido, casi humillado, sintiéndose torpe y repitiendo para sí, mentalmente el verso del clásico soneto: "fuese y no hubo nada...".

Hizo un día en intento supremo. Tendido en la hamaca vio pasar a Simona rumbo al río Le hiciera cobrar ánimos un vaso de whisky tomado al intento. Esperó unos instantes el efecto del alcohol y presto echose al monte tras Simona. El incendio solar le encendía la sangre; zumbábale las sienes con zumbido irónico y persistente. Sentía esponjamiento de sus fibras mordidas de lujuria. Mientras ganaba el atajo del río imaginábase a Simona desnuda. Adivinaba vírgenes blancuras,  palpitantes morbideces ocultas siempre a sus ojos tras la procacidad de unas ropas baratas. A menudo se detenía saboreando el triunfo, mientras dilataba las narices aspirando en el aire un ilusorio aroma de mujer. Iba henchido de valor y audacia y ahora sería el lance. Llegóse junto a la muchacha que, dándole espaldas lavaba en el río con las sayas remangadas y el agua hasta la pantorrilla airosa y regordeta. Un instante tuvo impulso de asaltarla por detrás, sin palabras, brutalmente como los sátiros en las selvas panidas. En eso Simona, sintiendo sus pasos, volviose ágilmente y, erguida, sonreía enseñando los dientes purísimos.

Franca y provocativa
-Simona...
-Don Eduardo...
-¿Qué haces aquí...?
-Ya lo ve, lavando...
-¿Y no te da miedo?
-¿Miedo de qué...?
-De estar sola... Si alguno...

La muchacha le miraba confusa, sin comprender. Luego alzó los hombros desdeñosa y sonrió otra vez.

El sesgó la plática.

-Dime Simona, ¿tienes novio?
-No don Eduardo, no tengo.
-Es raro. ¿No te enamora nadie de los alrededores? Por acá hay buenos muchachos. Aquí mismo Benjamín... Ventura...

Ella soltó el trapo a reír y remató:

-¡Un par de zonzos!

Eduardo recordó los tufos de la madre viendo a Simona contraer el rostro en mohín de vanidad ofendida.

Mientras hablaba, Eduardo sentía apagársele en las venas el ardor efímero del alcohol; humillarse su lujuria ante aquella gracia pura, aquella ingenua sencillez que le exaltaba un sentimiento delicado. ¡Su hidalga gentileza! La que en la vida hiciérale repudiar los gestos violentos, las situaciones grotescas porque, hasta en el lecho de las mercenarias, su aristocracia espiritual disfrazaba siempre la violencia del instinto, la brutalidad del macho con algún suave artificio. Aquí renacería esta delicadeza sintiendo por Simona algo confuso... ternura... admiración... ¡tal vez amor! Extático, sembrado en la arena, mirábala sonreir franca y provocativa. Mirábala ondular, palpitar. El sol meridiano irradiaba en los negros ojazos de Simona y a él bullíale en la sangre, pero ya en él se había despertado el esteta borrándole todo pensamiento lascivo. Imaginaba la gloria del cuerpo trigueño y perfecto, preso en un corpiño y en unas sayas burdas, pero ya él era impotente. ¡Ni el ánimo de insinuar una caricia! Sentía la inción del fanático ante el ídolo y por extrañas cerebraciones iba de su ridícula situación del momento al recuerdo de audacias pretéritas, ¡la cínica audacia de otros días que le decidiera el éxito en cien aventuras mujeriegas! Mudo, inmóvil, veíala torcer la ropa, hacinarla en la palangana y por fin vila partir hacia el poblado mientras, a guisa de broma, ella le dijo, subiendo el atajo:

-¿Se queda usted para bañarse?

¡Qué situación ridícula! estaba derrengado. Sentía el deseo punzante de arturdirse, de emborracharse. En efímera rebeldía exclamó:

-Pero ¿seré tan bestia de enamorarme de Simona?

Luego pensó en el pueblo, en las muchachas que le sonreían viéndole rayar la jaca en las esquinas. Subio el chalet. Montó y partió...

*

Anochecido ya, volvió a la finca. Cuando la laca traspuso la puerta de campo, los perros que avizoraban en la sombra, cortaron el silencio con fieros ladridos.

El mayordomo sostuvo en estribo al amo que volvió borracho del pueblo. Cuando se hubo apeado llamó aparte a Tomás.

-Ve Tomás, quiero hablarte.
-Voy, patrón.

Lo introdujo en su dormitorio, preguntándole;

-¿Está el tejedor?
-No, señor, salió esta tarde y no ha vuelto. Lo vieron borracho con un caporal en la orilla de pueblo.
-¿Y la madre?
-Tampoco está. Se iría a rezar a Remedios. Hoy acaba la novena y habrá fiesta.
-¿Y por qué no se llevo a Simona?
-Quién sabe... Estará allí José María que la corteja.
-Entonces, ¿Simona está sola?
-Sí señor...

Cruzaron amo y siervo una mirada en que se escudriñaban.

Eduardo, cohibido, no sabía cómo empezar. La borrachera le embrollaba la mente en que se removían ondas de turbios deseos como las aguas de un légamo hediondo.

-Es que... Tú sabes... Simona... Es bonita, ¿verdad? y a mí me gusta. Ya te habrás dado cuenta... pero no quiero ir al rancho. Anda tú a ver si está y le dices que venga... ¡que la llamo yo!

El mayordomo quedó sembrado en el sitio; el ebrio repetía:

-¿No óiste, Tomás? Qué borracho estoy, ¿verdad? -y se tambaleaba silabeando:
-Anda a llamar a Simona... que venga... te la traes si no quiere...

Tomás balbuceaba perplejo, indeciso. Algo quería decir y se le aturullaba en la garganta.

El amo le injurió:

-¡Bestia! ¿No has óido? ¿O es que no me obedeces? ¡An... da.... a... lla... mar... a... Si... mo... naaa...!

Tomás aventuró con voz temblona y opaca:

-Pero señor, ¡la Simona! Pero ¿no sabe usted...? ¿Nunca le han contado?

Y el otro impaciente:

-Le han contado ¿qué?

-Nosotros, mi mujer y yo creímos que... que usted ya lo sabía... y como vemos las preferencias... y el tejedor no trabaja y usted ordeno que se le diera carne y maíz de la finca...
-¿Y a que viene todo esto?
-Viene, señor, a que... Perdóneme pero aquí se dice que... creí que usted ya lo había óido...
-¡Pero qué se dice, animal!
-Con perdón de usted, señor, pero se dice que... En fin, que la Simona es hermana de usted, porque su papá, que en paz descanse... Dispense patrón pero ahora no hay más que decírselo... Pensé que usted lo sabía... que las referencias...

Sintiéndose pequeño, mezquino...
Eduardo vibró como fulminado. Mordíase la lengua; hundíase en la carne las uñas para convencerse de la realidad de la escena. ¡Simona su hermana! un puño le cerraba el cuello y le cortaba la voz. El pasmo le inmovilizaba, Humillada la cabeza como una bestia rendida, sintiéndose pequeño, mezquino, despreciable, Se palpaba  creyéndose alucinado, mientras la imagen del padre desfilaba en su memoria, grotesca y bestial. De pronto irguiose incrédulo y altanero y encarándose al siervo, lo sondeó:

-Pero, ¿sabes tú que sea cierto?, ¿quiénes dicen eso?, ¿quién lo asegura?
-Señor, lo dicen todos, es público... Dispénseme señor, pero también yo creo... Por aquel tiempo yo estaba en la finca... me acuerdo de muchas cosas. Su difunto padre... el tejedor iba siempre a traer ganado a tierras fría, y... Cuando usted vino hasta dijeron que se parecía a Simona.
-¡Basta!

Las palabras, convincentes, fatales, caíanle en el alma como algo congelante. Alguien le habló algún día de aquel parecido ¡y él, que nunca sospechara! pero escudriñaba en su memoria, hilvanaba recuerdos y el indicio cobró matiz de evidencia... Simona tenía veinte años... Por aquel tiempo su padre vivió en Cuyulán. Joven, lozano, como no sería entonces cuando la muerte le halló mujeriego irredimible... Lo sabía por la madre, por muchos... recordaba escenas lejanas, choques domésticos... nombres de mujeres, soltados por la madre, entre sollozos... y una vergüenza ancestral lo aplastaba. ¡La Simona su hermana! al fin, ¿qué tenía aquello? ps... ¡lo más corriente! Pero en su laberinto mental persistía obsesora la idea de que todo lo que óia, lo que veía, era una ilusión, sin conformarse a la realidad grotesca, a la torpe situación de aquel momento en que un siervo le había aplastado... Y esperaba algo, algo como el despertar de un sueño; pero se había detenido el tiempo; los instantes se eternizaban...

Bajo los párpados caídos, los ojos del mayordomo acechaban la actitud del amo. Al fin Tomás, obyecto, miserable, como una bestia, se arrastró hasta Eduardo, y le insinuó con voz casi muerta:

-Señor, dispénseme... Tal vez hice mal en decírselo, pero usted quería que la Simona... y era preciso decírselo. No podía ser... Pero allí están las otras... la Julia, la Candelaria... Ellas también son galanas...

Y Eduardo, con los ojos arrasados en llanto, repuso:

-No, Tomás... Ninguna... ¿Quién sabe si también ellas...?

Y la vergüenza le apagó la voz.
Flavio Herrera

Flavio Herrera
La Lente Opaca
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1967









* Jaca, yegua.