LA BURLA
La tranquilidad del parque de Barberena era a veces quebrada por el fuerte ruido de los pasos del señor comandante local. La sombra de unos almendros, recortados como sombrillas, era profanada por la tímida y escurridiza carrera de unos cuantos patojos escolares, que en plan de capearse, atravesaban el parque rumbo a los cafetales, cañales y a las guaridas que solo ellos conocían.
El señor comandante local era un hombre fornido, de fiera mirada crispeantes mostachos, al estilo de los militares franceses de la época. En diversas fiestas de la Patria, nuestro comandante sacaba a relucir un uniforme de lujo, lleno de abotonaduras abrillantadas, con el correaje bien lustrado. Peinado sus bigotes, mientras la charpa cuidadosamente pulida colgaba del cinto.
El fiero semblante del militar, representante de la ley en algunas ocasiones, no tenia nada que ver con la bondad de su carácter; a diferencia de otros militares, el personaje de nuestra historia sabia ser amigo, departía con sus gobernados y cuando podía hacer un favor no era necesario pedírselo dos veces.
La vida del pueblo no tenía nada de novedoso, salvo en la época de las fiesta religiosa, se atronaba el ambiente con las bombas voladoras, los cohetes de vara y el necio repicar de las campanas. En la puerta de la iglesia se apostaba una pareja de músicos, un tamborón y un pito se desgañitaban con su monótono y tristón ritmo que día y noche se hacía presente con interminables notas.
Pasada la feria del pueblo volvía la calma, se vaciaba la cárcel de los bolitos que caían por escandalosos durante la fiesta y otra vez la macilenta vida de pueblo chiquito.
Gran distracción era ver el paso de la camioneta de pasajeros. Una vez al día tosía y estornudaba el motor del polvoriento armatoste que lleno de pasajeros y tanates recorría el largo camino entre la capital, la frontera y puntos intermedios.
Por unos instantes revoloteaban los vendedores de refrescos y tortillas con gallina, los huevos duros y las enchiladas. A veces algún pasajero barbereño llegaba o se iba del pueblo. Pero una vez zarpada la camioneta, todo volvía a su tranquilo vivir.
Una vez que se fugaron unos presos de la penitenciaria central de Guatemala, vibro el telégrafo dando ordenes de alerta a todas las policías, se sabia que por el lado de Barberena huían los bandidos y nuestro comandante local se puso en campaña. Hizo algunas batidas por los alrededores, pero no dio con los fugitivos. En una de sus salidas "en comisión", pasó por un paraje donde calmó su cansada humanidad con unos tragos de atol.
Era ya conocido por los dueños del paraje y eso motivó su retraso, después de los saludos de rigor, fue invitado a descansar; una butaca de cuero de res recibió la humanidad del señor comandante y cuando le llevaron el refresco de masa de maíz, sintió un cosquilleo en todo su cuerpo. En una bandeja astillada, con ligero temblor en las manos, una muchacha fresca y linda le hizo el presente de la tradicional bebida del campo barbereño.
Un poco de reojo, el comandante midió las gracias de quien le ofrecía el atol. La mirada de la muchacha dirigida tímidamente hacia el suelo, denunciaba aun más sus pobladas pestañas. El señor comandante tosíó cuando vio que a pesar de la pesada falda se dibujan acentuadas las rumbeantes caderas de la criolla samaritana. El atol tenía sabor a gloria, mitad por el cansancio, mitad por quien se lo ofrecía.
A guisa de piropo, el comandante dijo al dueño de la casa: "¡Qué flores más bellas se dan en su patio, es bueno que las cuide!". Toda la concurrencia se rió de buena gana solo a la muchacha se le encendieron la mejillas con un rubor que la hizo más atractiva.
La plática giró hacia el tema de los fugitivos y después de hacer comentarios sobre las lluvias y el tiempo, el comandante se despidió.
En el caminillo polvoriento se perdieron bestias y jinetes.
A partir de aquel día no le faltaron pretextos al señor comandante para visitar esos lugares. Hasta que pasados algunos meses era ostensible el romance entre el militar y la bella hija de los dueños del paraje.
La calma del pueblo se hacia insoportable al representante de la ley y no despreciaba motivo para encaminarse a la casa de su enamorada. En un atardecer cuando ya el deber estaba cumplido, se encamino por el sendero tantas veces recorrido, y al rato la noche se hizo presente con sus negros telones. Su cabalgadura ya conocía la ruta y él a veces, fumaba un cigarrillo o tarareaba canciones de moda.
Llegando a una vuelta del atajo, la bestia se puso cosquillosa, paró las orejas y agitó los belfos. Un fuetazo del jinete pasó inadvertido para el animal, quien a medida que se le obligaba a seguir para adelante más se encabritaba. Entrando a la vuelta del camino, divisó una figura humana que sentada a la orilla, mal contenía un llanto leve. La bestia se resistía a acercarse a la figura, pero el jinete la obligó. ¡Cual sería la sorpresa al identificar a la dueña de sus amores con su tanate de ropa al lado y en actitud desconsoladora!
Paró al quisquilloso animal frente a la muchacha y ésta levanto la cara denotando las huellas del llanto reciente en sus ojos y mejillas. Todo fue acercarse y ésta romper a llorar con más fuerza, para contarle entre sollozos, que su padre al enterarse de sus amores consumados, la había echado de la casa. El comandante la colmo de caricias y le dio la seguridad de que no la abandonaría en tan difícil trance. La alzó en vilo, la sentó a la grupa de la bestia y regresó a su procedencia.
En el camino la bestia demostraba inconformidad. El comandante aprovechaba la proximidad de los cuerpos para acender las llamas del deseo y con palabras amorosas y caricias tentadoras, consolaba las lágrimas de la amada castigada. Esta asegurábase a la cabalgadura abrazando la cintura de su enamorado.
Asomaron a las primeras luces del pueblo; las manos que asían la cintura del jinete pronunciaron su fuerza al grado que comenzaron a hacerle daño. La presión pasó inadvertida para el jinete, pero la cabalgadura a cada momento se hacia más incontrolable. Unos minutos más y aquellos brazos comenzaron a lastimar el vientre del jinete; ya no eran finas manos, llenas de amor, sino lacerantes tendones que se hincaban el la piel del enamorado, quien al tratar de aflojar aquella presión, notó que de suaves y cariñosos lazos se habían transformado en nervudos y duros, cubiertos de pelos hirsutos, que le aprisionaban hasta hacerle daño. La bestia estaba invadida de un pánico cerril. Al sentirse así oprimido, el comandante se desembarazó de aquel ser nefasto propinándole un par de golpes desesperados...
Era la burla de los enamorados, quien había engañado al provinciano jefe. Al día siguiente volvió al paraje y comprobó que todo era falso, que su amada seguía en el seno familiar y que todo estaba en paz...
La Burla, es un ser que engaña a los enamorados y a veces hasta los enloquece...
Luis Sieckavizza A.
Leyendas de Tierra Adentro
Editorial José de Pineda Ibarra
Ministerio de Educación Pública
1966
No hay comentarios:
Publicar un comentario