Cuadros de Costumbres |
LAS PRESENTACIONES
Quién soy yo y por qué me doy a escritor de costumbres
Uno de los usos que sin el debido examen de su utilidad y conveniencia de su aplicación, hemos tomado nosotros de los extranjeros, es el de las presentaciones, o las introducciones. Lo que en otras partes es necesario y conveniente, viene a ser una forma pueril y hasta ridícula, en un país pequeño, en donde todas las gentes son más o menos conocidas. Desea un joven frecuentar una casa; busca un padrino de su misma edad que lo presente a la señora (o a las señoritas, que ese suele ser el quid del negocio); y un domingo, a eso de las doce (día y hora de rigor para recepciones semioficiales), presentante y presentado, de frac negro y guantes de color caña,(1) hacen su entrada solemne en el salón.
El padrino pronuncia enfáticamente el nombre y apellido del ahijado, como si las personas de la casa no supiesen muy bien quién es él, quiénes son sus padres, cómo vive y cuanto puede saberse de un prematuro escolar, que manosea todavía el Alvarez y las Partidas. Preguntad a ese presentador complaciente si sabe que el que toma a su cargo introducir a una sociedad a un nuevo visitante, contrae una verdadera responsabilidad y se constituye en garante de la conducta de aquél de quien se ha hecho introductor, y encontraréis que ni ha pensado en eso el aturdido mancebo. Decidle que culpa suya será si el introducido perturba la tranquilidad doméstica, revela los secretos que se le confíen, traiciona la confianza que de él se haga y acaso se reirá de lo que llama vuestro quijotismo.
La imprudencia sube de punto cuando el introducido no es, como sucede con frecuencia, una persona del país y de la cual se tiene algún conocimiento, sino una de tantas aves de paso que suelen anidar con increíble facilidad en nuestros francos y benévolos círculos sociales. ¿Con qué valor se presenta a un hombre a quien apenas se conoce, solamente porque va bien vestido y porque lleva un apellido inglés, ruso o polaco?
En cuanto a los ahijados, no es poco frecuente que incurran en la misma falta de escrupulosidad respecto a sus padrinos. Olvidando el adagio castellano dime con quién andas, hay jóvenes que no vacilan en presentarse en una sociedad decente, bajo el patrocinio de alguna persona de poca consideración y a quien se recibe ínicamente tal vez por compromiso. Claro es que el que, bajo tan desfavorables auspicios se presenta, tiene que ser mal recibido, aun cuando la urbanidad encubra el desagrado bajo las apariencias del afecto.
Sentados estos preliminares, diré que las presentaciones pueden, a mi juicio, clasificarse, como los homicidios, en casuales, necesarias y premeditadas, teniendo algunas veces estas últimas las circunstancias agravantes de seguras y alevosas.
Presentaciones casuales. Son aquellas que si hacen por incidente; en la calle, en el teatro, en el paseo. No acarrean responsabilidad ni imprimen carácter de ninguna especie. Son puras fórmulas que se observan especialmente cuando uno o más de los interlocutores son extranjeros.
Presentaciones necesarias, o mejor dicho forzadas. Son las que uno suele hacer contra su voluntad, ya personalmente, ya por medio de una carta de introducción, obligado a ello por ciertas consideraciones y sin tener plena confianza del sujeto introducido. En esos casos algunos hacen lo que los casuistas llaman restricción mental, o bien advierten sotto voce, de las desconfianzas que les inspiran aquellos que los han puesto en compromiso. Esa táctica arguye debilidad de carácter; lo mejor en ese caso es negarse al padrinazgo, pues «vale más ponerse una vez colorado que ciento descolorido».
Presentaciones premeditadas. Llamo yo así a las que se hacen deliberadamente y con pleno conocimiento de la persona. La alevosía y la seguridad, lo mismo que el abuso de confianza, concurren cuando se hace presentación con algún fin poco honesto. El artículo 19,599 del Código Penal de la Urbanidad, castiga esos delitos con la expulsión del criminal y el cómplice con la pena de palos y otras corporis aflictivas, según la malicia del caso y el arbitrio del Juez.
No pocas veces me ha hecho reír la imitación servil de fórmulas exóticas en los actos de las presentaciones. «Permita Ud., señora, decía hace poco Enriquito, joven extranjerizado, a la sencilla y respetable doña Lugarda, le introduzca a Monsieur Pointu, íntimo amigo mío (acaba de conocerlo), que viene de arribar de Europa». La matrona retrocedió espantada de que se quisiese introducirle aquel Monsieur, como si se tratase de un hierro agudo en una operación quirúrgica. ¡Acuántass equivocaciones como ésa puede dar origen el uso de una inadecuada y extraña fraseología!
Por mi parte, cansado de los chascos que en el curso, ya bastante largo, de mi vida, me han dado los presentantes y los presentados, y habiendo llegado a esa edad feliz en que puede uno emanciparse impunemente de la tiranía de la moda, he acordado renunciar a las presentaciones por interpósita persona, y hacerlas por mí mismo, cuando se me ofrezca, diciendo de plano mi nombre y apellido, lo que deseo y lo que me propongo. Conforme a ese sistema (para cual pienso pedir patente de invención, con privilegio exclusivo por veinte años), me introduzco hoy al conocimiento del lector benévolo, que sabrá quién soy, si tiene la paciencia de llegar hasta el fin de este artículo, en donde encontrará mi nombre, y apellido con todas sus letras. Para salvar mi conciencia, debo, sí, advertir que aun cuando mi nombre de bautismo pueda parecer que pertenezco al sexo encantador, la verdad es que correspondo al encantado; y si bien me llamo Salomé, nada tengo de común ni con la madre de los hijos del Zebedeo, ni con la hermana de Herodes el Grande ni con la bailarina hija de otro Herodes que pidió y obtuvo la cabeza del Bautista, cuyas tres damas eran mis tocayas. En cuanto a lo demás, como poco o nada pueden interesar los incidentes de mi trabalhosa e tarbalhada vida, como dice J. B. Garrete, escritor portugues, me contentaré con decir que aunque cursé las aulas, allá en mi juventud, años después vínome la tentación de probar las dulzuras de la vida del campo, de la cual había leído maravillas en Teócrito y en Virgílio, esos grandes bucolicos de la antigüedad. Dejé los estudios y me metí no ha predicador como fray Gerundio, sino a nopalero, como tantos otros que nada tienen de frailes, aunque sí pueden tener mucho de Gerundios. Compré un terreno plantado de esos cactus punzantes cuya monótona uniformidad es poco poética por cierto, y pronto se volvieron en humo mis ilusiones sobre la vida rural, los pastores y las zagalas. Compensó la pérdida de mis delirios el buen precio de mis tercios de grana; y realizando un capitalino muy decente, fui bastante feliz para encontrar, dos años hace, quien me comprara mi nopal, librándome así, providencialmente, de la bolita, del susto del Gagenta y de encontrarme hoy, al fin de cuenta, o esperando o quebrando, que casi casi viene a ser todo uno. Heme aquí, pues, viviendo de mis rentas y habiendo alcanzado en esta vida ese Summum bonum quo tendimus omnes, de que habla Lucrecio. En esta situación, ¿qué hacer? ¿Cómo emplear útilmente mi tiempo? Esto me he estado preguntando a mí mismo desde algunos meses. Ya se me ponía la tentación de solicitar una plaza de agente de policía y vivir descansadamente; ya la de aumentar el número infinito de los abogados sin pleitos; ya la de hacerme médico o boticario (que deseché por no ser suficientemente enemigo de la humanidad); ya la de convertirme en empresario de ópera (de la cual desistí por no morir de inacción); ya, en fin, otras igualmente diabólicas, cuando he aquí que anoche tuve una subitánea inspiración, y en vez de darme al demonio, como estaba ya apunto de hacerlo, resolví darme al público que, bien considerado, es una misma cosa. Vacilé largo rato antes de decidirme por el género a que me dedicaría. Escribir de política, es muy fácil ciertamente, pues, según he oído decir esas son materias que todo el mundo entiende, sin necesidad de haberlas estudiado; pero me detuvo cierto... (no sé cómo llamarlo), miramiento... eso es, miramiento, considerando lo resbaladizo y peligroso del asunto. Por poeta me da muy poco el naipe; pues aunque no soy tan tonto que no haya hecho alguna vez una copla, tampoco soy tan majadero como para ponerme, a hacer dos, como dijo no sé quién. En fin, deseando echarme por una senda poco trillada entre nosotros, determiné escribir sobre costumbres, aunque sin ocultárseme la dificultad del género, ni los inconvenientes con que tienen que luchar los que cultivan. De esos inconvenientes no estuvieron libres ni Adisson, ni Steele, ni Jouy, ni Larra, ni Mesonero Romanos; y ¿habré de estarlo yo, ¡pobre de mí! que no tengo ni la imaginación brillante, ni la observación profunda, ni la sal ática, ni la instrucción variada de aquellos maestros del arte? Mas como mi objeto no sea el de alcanzar renombre, sino el de contribuir, siquiera en mínima parte, a la mejora de nuestras costumbres y matar el tiempo, cosa que en otras partes vale mucho y de la cual por acá no sabemos cómo deshacernos, me decido a aceptar, por primera vez, la bondadosa hospitalidad de la «Hoja de Avisos» ofrece a mis pobres trabajos literarios, y por lo pronto me ensayaré en unos cuantos Cuadros de Costumbres. Omito dar mi programa porque los de nuestro teatro y los que nos vienen de los gobiernos de la otra América, cada vez que hay ropa limpia (y allá se mudan con frecuencia), me tienen reñido con esa clase de documentos. Vaya el presente artículo por vía de introducción, y dispensándome el público esta presentación exabrupto, permitame le ofrezca mis respetos, como ahora se dice, que deseándole felices pascuas, me despida de él hasta otro número.
1 No debe olvidarse que estos Cuadros fueron escritos en 1,862, hace más de 150 años.
Sentados estos preliminares, diré que las presentaciones pueden, a mi juicio, clasificarse, como los homicidios, en casuales, necesarias y premeditadas, teniendo algunas veces estas últimas las circunstancias agravantes de seguras y alevosas.
Presentaciones casuales. Son aquellas que si hacen por incidente; en la calle, en el teatro, en el paseo. No acarrean responsabilidad ni imprimen carácter de ninguna especie. Son puras fórmulas que se observan especialmente cuando uno o más de los interlocutores son extranjeros.
Presentaciones necesarias, o mejor dicho forzadas. Son las que uno suele hacer contra su voluntad, ya personalmente, ya por medio de una carta de introducción, obligado a ello por ciertas consideraciones y sin tener plena confianza del sujeto introducido. En esos casos algunos hacen lo que los casuistas llaman restricción mental, o bien advierten sotto voce, de las desconfianzas que les inspiran aquellos que los han puesto en compromiso. Esa táctica arguye debilidad de carácter; lo mejor en ese caso es negarse al padrinazgo, pues «vale más ponerse una vez colorado que ciento descolorido».
Presentaciones premeditadas. Llamo yo así a las que se hacen deliberadamente y con pleno conocimiento de la persona. La alevosía y la seguridad, lo mismo que el abuso de confianza, concurren cuando se hace presentación con algún fin poco honesto. El artículo 19,599 del Código Penal de la Urbanidad, castiga esos delitos con la expulsión del criminal y el cómplice con la pena de palos y otras corporis aflictivas, según la malicia del caso y el arbitrio del Juez.
No pocas veces me ha hecho reír la imitación servil de fórmulas exóticas en los actos de las presentaciones. «Permita Ud., señora, decía hace poco Enriquito, joven extranjerizado, a la sencilla y respetable doña Lugarda, le introduzca a Monsieur Pointu, íntimo amigo mío (acaba de conocerlo), que viene de arribar de Europa». La matrona retrocedió espantada de que se quisiese introducirle aquel Monsieur, como si se tratase de un hierro agudo en una operación quirúrgica. ¡Acuántass equivocaciones como ésa puede dar origen el uso de una inadecuada y extraña fraseología!
Por mi parte, cansado de los chascos que en el curso, ya bastante largo, de mi vida, me han dado los presentantes y los presentados, y habiendo llegado a esa edad feliz en que puede uno emanciparse impunemente de la tiranía de la moda, he acordado renunciar a las presentaciones por interpósita persona, y hacerlas por mí mismo, cuando se me ofrezca, diciendo de plano mi nombre y apellido, lo que deseo y lo que me propongo. Conforme a ese sistema (para cual pienso pedir patente de invención, con privilegio exclusivo por veinte años), me introduzco hoy al conocimiento del lector benévolo, que sabrá quién soy, si tiene la paciencia de llegar hasta el fin de este artículo, en donde encontrará mi nombre, y apellido con todas sus letras. Para salvar mi conciencia, debo, sí, advertir que aun cuando mi nombre de bautismo pueda parecer que pertenezco al sexo encantador, la verdad es que correspondo al encantado; y si bien me llamo Salomé, nada tengo de común ni con la madre de los hijos del Zebedeo, ni con la hermana de Herodes el Grande ni con la bailarina hija de otro Herodes que pidió y obtuvo la cabeza del Bautista, cuyas tres damas eran mis tocayas. En cuanto a lo demás, como poco o nada pueden interesar los incidentes de mi trabalhosa e tarbalhada vida, como dice J. B. Garrete, escritor portugues, me contentaré con decir que aunque cursé las aulas, allá en mi juventud, años después vínome la tentación de probar las dulzuras de la vida del campo, de la cual había leído maravillas en Teócrito y en Virgílio, esos grandes bucolicos de la antigüedad. Dejé los estudios y me metí no ha predicador como fray Gerundio, sino a nopalero, como tantos otros que nada tienen de frailes, aunque sí pueden tener mucho de Gerundios. Compré un terreno plantado de esos cactus punzantes cuya monótona uniformidad es poco poética por cierto, y pronto se volvieron en humo mis ilusiones sobre la vida rural, los pastores y las zagalas. Compensó la pérdida de mis delirios el buen precio de mis tercios de grana; y realizando un capitalino muy decente, fui bastante feliz para encontrar, dos años hace, quien me comprara mi nopal, librándome así, providencialmente, de la bolita, del susto del Gagenta y de encontrarme hoy, al fin de cuenta, o esperando o quebrando, que casi casi viene a ser todo uno. Heme aquí, pues, viviendo de mis rentas y habiendo alcanzado en esta vida ese Summum bonum quo tendimus omnes, de que habla Lucrecio. En esta situación, ¿qué hacer? ¿Cómo emplear útilmente mi tiempo? Esto me he estado preguntando a mí mismo desde algunos meses. Ya se me ponía la tentación de solicitar una plaza de agente de policía y vivir descansadamente; ya la de aumentar el número infinito de los abogados sin pleitos; ya la de hacerme médico o boticario (que deseché por no ser suficientemente enemigo de la humanidad); ya la de convertirme en empresario de ópera (de la cual desistí por no morir de inacción); ya, en fin, otras igualmente diabólicas, cuando he aquí que anoche tuve una subitánea inspiración, y en vez de darme al demonio, como estaba ya apunto de hacerlo, resolví darme al público que, bien considerado, es una misma cosa. Vacilé largo rato antes de decidirme por el género a que me dedicaría. Escribir de política, es muy fácil ciertamente, pues, según he oído decir esas son materias que todo el mundo entiende, sin necesidad de haberlas estudiado; pero me detuvo cierto... (no sé cómo llamarlo), miramiento... eso es, miramiento, considerando lo resbaladizo y peligroso del asunto. Por poeta me da muy poco el naipe; pues aunque no soy tan tonto que no haya hecho alguna vez una copla, tampoco soy tan majadero como para ponerme, a hacer dos, como dijo no sé quién. En fin, deseando echarme por una senda poco trillada entre nosotros, determiné escribir sobre costumbres, aunque sin ocultárseme la dificultad del género, ni los inconvenientes con que tienen que luchar los que cultivan. De esos inconvenientes no estuvieron libres ni Adisson, ni Steele, ni Jouy, ni Larra, ni Mesonero Romanos; y ¿habré de estarlo yo, ¡pobre de mí! que no tengo ni la imaginación brillante, ni la observación profunda, ni la sal ática, ni la instrucción variada de aquellos maestros del arte? Mas como mi objeto no sea el de alcanzar renombre, sino el de contribuir, siquiera en mínima parte, a la mejora de nuestras costumbres y matar el tiempo, cosa que en otras partes vale mucho y de la cual por acá no sabemos cómo deshacernos, me decido a aceptar, por primera vez, la bondadosa hospitalidad de la «Hoja de Avisos» ofrece a mis pobres trabajos literarios, y por lo pronto me ensayaré en unos cuantos Cuadros de Costumbres. Omito dar mi programa porque los de nuestro teatro y los que nos vienen de los gobiernos de la otra América, cada vez que hay ropa limpia (y allá se mudan con frecuencia), me tienen reñido con esa clase de documentos. Vaya el presente artículo por vía de introducción, y dispensándome el público esta presentación exabrupto, permitame le ofrezca mis respetos, como ahora se dice, que deseándole felices pascuas, me despida de él hasta otro número.
Salomé Jil
(José Milla y Vidaurre)
Cuadros de Costumbres
Tipografía Nacional
1, 937
1 No debe olvidarse que estos Cuadros fueron escritos en 1,862, hace más de 150 años.
Es interesante saber.... gracias por la información.
ResponderEliminares una mierda
ResponderEliminarJajajaja, yo tambien pense lo mismo.
Eliminargracias
ResponderEliminarGracias
ResponderEliminar'V'
Un excelente libro que como una máquina del tiempo nos permite dibujar en nuestra mente un poco de las costumbres y modo de vivir en aquellas épocas, independientemente de lo trágico qué fue la conquista, la vida continúa y la gente transcurre sus días con sus modos de ser propios de la época y cuyos vestigios aún resuenan en las conductas de hoy.
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