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miércoles, 28 de agosto de 2013

La Monja Blanca, Flor Nacional de Guatemala

Monja Blanca

NUESTRA FLOR NACIONAL

... y tomando a la virgen doncella entre
sus manos taumaturgas, el Dios bueno
cubrió sus hermosura con nítido manto
conventual,  para librarla de mezquinas
pasiones, dándole por templo el corazón
  de la montaña.                                        

Pocos países del orbe poseen el envidiable privilegio primaveral de esta Guatemala amada.

Sin caer en ostentación alguna, Guatemala es el paraíso de América; si, nuestra Guatemala es, a no dudarlo, perenne escenario ornado con iris esplendoroso de su tesoro floral; es todo un edén terrenal, donde en abrazo fraterno se han conjugado las dádivas del Todopoderoso  las galas excelentes de natura.

Nuestra tierra, bendita madre tierra, es entraña fecunda que torna la simiente palpitante, en maravilla divina de aromas, colores  almibares; diríase que las hadas madrinas de esta patria venerada, en consejo solemne, optaron por investir a su predilecta Princesa, con el mantón imperial de una eterna primavera.

Quien sea que visite nuestro amado terruño, queda cautivado entre tanta belleza, ante la variedad de su flora  la exquisitez de sus aromas,  para nosotros los que tuvimos la ventura de nacer en este suelo, constituye nuestro mejor blasón, nuestro legítimo orgullo, al tiempo que el sagrado deber de coadyuvar al mantenimiento de tan preciada heredad.

Todo el territorio guatemalteco, es jardín de perenne abundancia floral; no hay rincón nacional que no esté engalanado por la esmeralda de su primavera, por la casta sonrisa de multicolores corolas que embriagan el ambiente con los aromas delicados y exquisitos de sus místicas ánforas.

Las flores de Guatemala, gozan de la admiración del mundo entero, pero, indudablemente, las que más cautivan, por su aspecto señorial, por la perfecta simetría de su conjunto, son las orquídeas, cuya familia es numerosa  variada y cuyo cultivo reclama no pocos y delicados cuidados.

La familia orquidácea, es familia de abolengo, de esos abolengos consagrados por la divina gracia e identificados con los más caros privilegios de la naturaleza.

De entre toda esa ilustre familia, hay una especie que sobresale por su extrema belleza y por su porte imperial: es la Monja Blanca y constituye el orgullo simbólico de la heráldica guatemalense. En torno a esta flor de maravilla, la fecunda imaginación de vates y escritores, ha tejido las más amenas y atrayentes leyendas.

Veamos el místico origen que le da la inspiración del talentoso licenciado Vicente Díaz Samayoa:

Vicente Díaz Samayoa
"Esta delicada orquídea que embruja en la selva con su fulgor madreperla, ¿no pudo haber sido pájaro que quedara nevado al perforar el alma en flor de la luna? Y su arpegio, su voz -que fuera riachuelo de cristales- ¿no pudo haber enmudecido para siempre, congelado en la rítmica garganta por el hechizo lunar.

La fantasía enloquece. El mito permanece silencioso, allá en los jardines de la paganía helena, donde prolifera. Y solo la leyenda, llevado el alma mar adentro, sobre el pasado de la histórica Tezulutlán cuenta el origen de la Flor Nacional, la bella Monja Blanca.

Es en el convento de Santo Domingo de Guzmán. Los laboriosos recoletos amanecen con febril inquietud de las hormigas; sus manos taumaturgas convierten el hilo de los capullos, en la tela que ilumina con fosforescencias de acuarela; fecundan la tierra morena de los altiplanos y roturan seráficamente la conciencia de los aborígenes, en sus surcos de gracia y luz.

Su industria inagotable se difunde en huertos y campiñas, lo mismo que su amor. Las aves, hermanadas con los mansos hombres de sayal, cuelgan el rosario de sus trinos de las arcadas del convento, y los árboles maduran su agradecimiento en abundantes pomas de oro.

Todos trabajan en el viejo monasterio, Solo se hurta a las labores materiales un viejo monje solitario, de cetrino rostro, florecido de barbas que oculta su nombre con modestia sobrehumana y en intención de penitencia, tras la muralla del silencio.

Nadie conoce su origen. Solo saben que luengos años lo han marchitado bajo el caserón de la Comunidad. Su virtud es como la estrella que guía a los fieles de las comarcas aledañas, hacia la casa de Dios; y los horizontes se toman lenguas, pregonando la eficacia milagrosa de su boca que solo se abre para dar la limosna del consuelo y de la bendición.

Los frailes -sus hermanos- le guardan envidia; y siempre esquivan su mirada, que se extravía bajo el arco de las cejas, reflejando la llama que dialoga en su corazón.

Roe su memoria y conturba su alma, el recuerdo culpable de un único amor de juventud; aun ve a la abandonada niña que busca refugio al navío de su investidura, en la plácida bahía de un convento. Aun conserva, contrito, la desvaída pintura que refleja bajo ángulos de imaginaria lejanía, la figura de aquella mujer, en cuyos ojos licuados -maravilla del arte- la vida quedó inmovilizada. La firma geométrica del rostro y el busto, aparecen circundados por el halo de las tocas carmelitas.

El monje, que es una silueta rediviva de los que en la Tebaida se agostaron, devorados por la llama del anhelo, ve turbada su fe, su santidad, por aquella deliciosa estampa acusadora.

Aunque sea a hurtadillas la contempla entre las hojas del devocionario con ojos dulces, que de pronto se tornan demoníacos. Nada pueden contra el magnetismo de la belleza lejana, ni los ayunos extenuantes, ni los cilicios que dejan en sus carnes la huella violácea del tormento. Empero, ya los frailes le han sorprendido en la pecaminosa contemplación y el Superior del convento -advertido por algún traidor- anda ya cautelosamente sobre la pista del pecado.

Los rumores vuelan maléficos; arde la maledicencia; y cada inquietud, el desasosiego espiritual; las noches y los días se eternizan como remansos de agonía sobre su alma. Su nombradía de milagro, que ha devorado leguas y leguas a la redonda, se le figura una falsa moneda que ha corrido entre las manos innumerables de la ignorancia. Y por eso implora se Cristo, en voces patéticas, colmadas de angustia, un castigo tremendo y ejemplar, que violente de su ser toda sombra de pecado.

Aumenta sus penitencias y oraciones; en hondo afán de purificación esencial, decide quemar la pintura de la monja carmelita, que concita contra su pureza las lágrimas tardías del arrepentimiento y el deseo de su belleza inapreciable.

Sin embargo, su pasión todavía se revela... No es humano que el fuego devore la sombra de su gran culpa de amor. Es preciso que desaparezca, si, pero que su belleza perdure; que el mármol conmovido de su carne, iluminado por el pincel del artista se sumerja y eternice en las criaturas de Dios, en el mar inmenso, en la estrella insomne o en el pájaro que canta... Es preciso un milagro; el milagro de la monja que se convierte en flor. Y el milagro se hace.

A la vera de la fuente conventual, vegeta una parásita que jamás ha florecido. Amparándose en la noche, el monje entierra entre sus míseras raíces la deslavada imagen de su amor.

Desde entonces, cuida de ella con refinada y devota delectación; diariamente vierte sobre sus hojas amarillentas, agua pura de la fuente y de su corazón; y progresivamente, como al conjuro de su deliquio inmortal, la parásita cobra vida, verdor.

Una mañana, aparece glorificada por una flor blanca y opulente. Los ojos del penitente chisporrotean luz, luz de eternidad; y de su boca octogenaria caen sobre aquella florescencia, las palabras que atesoran -en amoroso simbolismo- su última tragedia: la MONJA BLANCA".

Preciosa leyenda ¿verdad?

Don Agustín Lemus, nuestro recordado vate Augusto Meneses, Angelina Acuña, el inolvidable Francisco Méndez, Guillermo Flores Avendaño, el culto doctor Manuel Chavarría Flores, el compositor Rodolfo Narciso, Rosendo Santa Cruz, etcétera, son otras tantas plumas nacionales que en devotos y significativos versos y en bellísimas prosas, han consagrado el simbolismo de nuestra heráldica flor.

El inspirado aedo Carlos Wyld Ospina, dijo de la esbelta Monja:

Carlos Wyld Ospina
"Guatemala, cuenta, en el  reino superior de las orquídeas, con una de las flores de mayor riqueza expresiva que exornan en el mundo. De ella ha hecho su "Flor Nacional". Su cuna son las florestas salvajes del Alta Verapaz; inviolada y púdica, se esconde entre el santuario vegetal con tanta gracia como un hada. Es una de esas flores que debieran volar, su actitud es ya de vuelo. Se le ve emerger con sus tres pétalos alargados y oblongos, en curva de languidez y el centro de su corola redondeada como un seno de entre el estuche de dos grandes hojas sobresalientes en forma de alas, con la enhiesta disposición de dos alas abiertas para el vuelo, ¿pájaro o flor?

De estas exquisiteces. de estas tres delicadezas, de estos tres ensueños participa. Ninguna reina podría aspirar a mejor diadema, ninguna nación al más puro símbolo".

Y la recordada maestra Natalia Górris viuda de Morales, expresó su admiración a la vegetal princesa, así:

"La más bella es sin duda la Lycaste Skinneri Alba, de níveos y aterciopelados pétalos, flor que semeja una gentil paloma, aquí la llamaron "Espíritu Santo"; es difícil imaginar una flor más bella con sus hojas tan exquisitamente delicadas, como si fuera de transparente alabastro a través del cual pudiera verse una brillante luz".

El poeta Adalberto Herrera, en amena prosa dice:

"Que en una noche perdido en las montañas cumpliendo su santa misión fray Bartolomé de las Casas, observó que en lo alto le sonreía amable un rostro de mujer rodeado de una aureola de luz y de perfume; intrigado, esperó a que amaneciera y presto se dirigió  al lugar de la aparición encontrando sorprendido, no una faz de mujer, sino una bellísima flor blanca en forma de estrella, que inclinada hacia él, quería como hablarle".

Estos hermosos versos, forman parte del poema que nuestro vate José Hernández cobos, dedicara a la imperial orquídea:

"Orquídea de plata repujada a besos,
Kaolín de lámpara fundida con trinos;
blancuras nupciales de amores ilesos,
alma de esta tierra de claros destinos.

Bella es la leyenda, el aroma, la esencia
del ensueño blanco que es la Monja Blanca,
pomo de perfume del alba en nacencia
que yendo a los cielos de la tierra arranca".

Todas estas mentes, tocada por el hábito de las musas, han expresado con exactitud y delicadeza, la majestad avasalladora de nuestra bella Monja Blanca.

Lycaste Skinneri Alba (Monja Blanca)

Es el corazón selvático de la orografía verapacense, el que escogió para cuna la señorial orquídea monja, como queriendo resguardar sus virginales atributos, de las indiscretas miradas y de las profanas manos.

George Ure Skinner
Los nativos cobaneros, en su lengua quekchí, la llaman: "Sak Ijish". Cuentan que fue el señor George Ure Skinner, famoso orquideólogo inglés y además, cónsul de su país ante el nuestro, el descubridor de la Monja Blanca en los lejanos y altos montes verapacenses, cuando en compañía de Carlos Gesenahuer y Jorge Klée, que era cónsul general de Rusia en Centro América, se concretaban a coleccionar los más exóticos y llamativos ejemplares de nuestra flora patria. Estos señores, hondamente cautivados por la nativa flora de Guatemala, con el tiempo tuvieron uno de los jardines más admirados en nuestro suelo.

Al correr del tiempo, Jorge Klée y George Ure Skinner, diplomáticos como ya dijimos de Rusia e Inglaterra, llevaron a países europeos nuestras más preciadas plantas ornamentales y nuestra más linda flores, causando el asombro y encanto de cuantos ojos las vieron; fue así como años después nuestra egregia Monja Blanca, por vez primera nacía con toda su altivez y belleza señorial, en tierras de Bruselas, Inglaterra, Bélgica, siendo bautizada con el nombre de: MAXILARIA VIRGINALIS; estos países después de haber cultivado suficiente cantidad de maxilaria, procedieron a ensayar cruces caprichosos que merecieron admiración y demanda en casi todo el mundo.

Los señores cónsules Klée y Ure Skinner, por su condición diplomática encontraron toda clase de facilidades para negociar la bella orquídea maxilaria y demás especies, con los más renombrados jardines de Europa, que luego se dieron el honor de cultivar u lucir en abundancia, las bellísimas especies florales de Guatemala.

El nombre de Maxilaria Virginalis, con que se conociera en Europa, fue sustituido por la designación botánica de Lycaste Skinneri Alba.

El término Lycaste, se le dio en recuerdo de la belleza deslumbrante de la hija de Príamo, último soberano de la legendaria Troya.

Skinneri dado al correr el año de 1843, en memoria de su descubridor, George Ure Skinner, cónsul de Inglaterra ante el gobierno guatemalense, y finalmente Alba, en atención a su blancura y pureza.

Entre algunas leyendas indígenas relacionadas con la Monja Blanca, hay una que asegura que, esta soberana orquídea, es la representación simbólica de cierta princesa india cuya maravillosa hermosura y pureza era tal, que los dioses dispusieron transformarla en flor, resguardándola así, de las terrenas pasiones.

En resumen: nuestra heráldica Monja Blanca (Lycaste Skinneri Alba) ocupa el trono de honor entre la familia orquidácea de Guatemala; se reproduce en las altas montañas de Tezulutlán -Alta Verapaz-, en los elevados montes quichelenses, en los "azules altos montes" cuchumatanes y los de Izabal.

Nuestro inolvidable maestro y gran botánico guatemalteco Ulises Rojas, hizo esta descripción de la Lycaste:

Ulises Rojas


"Pseudobulbos redondo ovalados de color verde claro, de inserción a tres hojas lanceoladas, onduladas plegadas, cuyos nervios recorren desde la base hasta el vértice, casi paralelamente un escape o bulbo, crece erguida de quince a dieciocho centímetros ofrece foliolas y termina por una sola flor, la que puede durar mucho tiempo sin marchitarse; tanto los sépalos como los pétalos y labelo, carecen de pigmentación y se presentan de un blanco purísimo".



¿Cómo llegó a ocupar el trono de flor nacional?

Fue una dama, la señora LETICIA M. SOUTHERLAND, la que hondamente impresionada por la simetría, albura y perfecto conjunto de la Lycaste, se permitió hacer, ante el gobierno de la República, presidido en aquella época por el general Jorge Ubico Castañeda, la oportuna sugerencia de que fuera declarada oficialmente como "Flor Nacional de Guatemala". La señora Southerland, figuró como presidenta de la gran exposición internacional de flores que tuvo verificativo, en el año 1933, en la ciudad norteamericana de Miami Beach, Florida; a dicho evento floral, llegaron miles de ejemplares de raras y bellas flores de América, mas, a juicio de la propia señora Southerland y de muchísimas personas entendidas en la materia, ninguna superaba la belleza ni el porte imperial de nuestra orquídea reina; fue ese alto índice admirativo, el que impulsó a dicha dama a externar su criterio de elección, al general Ubico, quien, ante tan acertada sugerencia, dispuso conocer la opinión de instituciones culturales del país, tales como la meritísima Sociedad de Geografía e Historia, Biblioteca Nacional, etcétera, así como la de personas versadas en la hegemonía botánica, como Ulises Rojas y el orquideólogo Mariano Pacheco Herrarte, que tan sonados triunfos ha conquistado aquí y fuera de nuestras fronteras con sus maravillosas especies de orquídeas, celosamente cultivadas por él.

Como los criterios fueron unánimes en favor de lo sugerido por doña Leticia, el presidente Ubico Castañeda, con fecha once de febrero de mil novecientos treinticuatro, emitió el histórico decreto que dice:

DECRETO.

Casa del Gobierno, Guatemala, 11 de febrero de 1934.

El Presidente de la República, CONSIDERANDO:
Que es digna de tomarse en consideración la iniciativa que doña Leticia M. de Southerland, presidenta de la Exposición Internacional de Flores en Miami Beach, Florida, Estados Unidos de América, ha enviado a la Secretaría de Agricultura para que se designe entre los ejemplares de flores que hay en el país, una con la denominación de: "Flor Nacional".

CONSIDERANDO: Que según la opinión de peritos en la materia, la flor que por su rereza y hermosura se hace merecedora de dicha designación, es la conocida "Monja Blanca" (Lycaste Skinneri Alba) que se da en los bosques de la región de Verapaz;

ACUERDA: Que el citado ejemplar de "Monja Blanca" (Lycaste Skinneri Alba), se tenga como representativo de la flor nacional, haciéndosele saber esta disposición a la señora Southeland.
Comuníquese, UBICO. El Secretario de Estado en el Despacho de Agricultura, GUILLERMO CRUZ".

Fue así como la oportuna sugerencia de una devota admirada de nuestra Lycaste; la opinión unánime y justa de los entendidos en la rama botánica y la atención de un gobernante, la triple razón que elevó al solio floral, a la divina Monja Blanca, como nuestra bella e insuperable flor nacional.

Doce años más tarde, en el mes de agosto de 1946, en mandatario de la nación, doctor Juan José Arévalo, emitió un importante acuerdo, prohibiendo la libre recolección y exportación de la señorial Lycaste.

Helo aquí:

"Palacio nacional: Guatemala, 9 de agosto de 1946.

Tomando en cuenta que la "Monja Blanca" (Lycaste Skinneri Alba) es el representativo legal de la flor nacional, cuya especie se está extinguiendo en forma lastimosa, por la libre recolección y exportación de la planta y de la flor, lo cual hace imperativo dictar medidas que conjuren la amenaza de su desaparición,

El Presidente Constitucional de la República,

ACUERDA:

1o. Prohibir la libre recolección y exportación de la planta y flor nacional "Monja Blanca" (Lycaste Skinneri Alba)

2o. Unicamente el Ministerio de Agricultura podrá autorizar la recolección o exportación de la indicada planta, y

3o. Los infractores serán sancionados con veinticinco quetzales de multa, o la pena quivalente en forma establecida por la ley, en caso de insolvencia.

Comuníquese, AREVALO. El Ministro de Agricultura, E. ALVAREZ G. El Ministro de Hacienda y Crédito Público, C. LEONIDAS ACEVEDO.

Bienvenida sea pues, la divina Monja Blanca, al recinto heráldico de la Guatemala eterna...!


Arnoldo J. Corzar
Arcón Patrio
Tomo II
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1965

domingo, 25 de agosto de 2013

El Sombrerón



EL SOMBRERÓN

"...el Sombrerón o Duende es otra de las
personificaciones  del  Cachudo.  Mide me-
dio metro d'ialto.  Usa un sombrero  que no
está  en proporción con su  estatura, al cual
debe su nombre;  y calza zapatos con tacón
cubano, con los  cuales hace un  ruidito que
es el que atrae a sus víctimas, Es muy buen
jinete, pero, como es tan chico, monta a las
yeguas en la nuca, y en  los crines les hace,
con sus mesmas manos,  estribitos, que yo 
mesmo se las he vide  a  las yeguas después
de que las ha montado.  Es seductor y ena-
morado empedernido.  Entra en  las  piezas
sin  abrir  las  puertas y  li'adivina  a uno el 
pensamiento..."                                              

Hace de esto muchos años...! ¡Quién sabe cuántos...! Sólo sé que Guatemala aún llamábase Santiago de los Caballeros de Goathemala...!

Cansado de recorrer en su brioso y negro corcel las Lomas de Aguacapa, situadas en las tierras de Guazacapán, y en el mismo sitio en el que las aguas de María Linda se unen con las del que presta su nombre a las Lomas, El Sombrerón decidió regresar a la capital, sitio en donde tiene el principal escenario de sus muchas fechorías. Como acostumbra hacerlo, hizo el viaje de noche; y la misma en que lo inició, por el hecho de no haber distancias para él, realizó su entrada al lugar en que había decidido ponerle término.

 Las once de la noche serían cuando hizo su entrada triunfal por el camino del Guarda del Golfo, decidiendo detenerse por unos instantes en el mismo sitio en el que se halla situada la Ceiba que está frente a La Parroquia Vieja. Su objeto no era que la cabalgadura, como cualquiera pudiera pensarlo, sino limpiar el polvo del camino que había ensuciado el charol de sus zapatos. Empeñado en esta poco elegante ocupación se encontraba, cuando, al volver la vista hacia el lado izquierdo de la calle, sus ojos tropezaron con una casucha vieja, cuya portada iluminaba la luz mortecina de una candela de sebo que agonizaba dentro de un farol envuelto en "papel de China" colorado. No fueron la casucha y el farol quienes llamaron la atención de nuestro viajero, sino que la luz de unos ojos que, cual luciérnagas perdidas de la noche, brillaban tras la reja del balcón  de la casucha. Esos dos bellos ojos eran de Mauelita, la hoja mayor de Candelaria, una pobre viuda que hacía los oficios de lavandera del barrio, y que junto con su madre habitaba en ese mísero lugar.

El Sombrerón, que siempre ha sido galante, enamorado y seductor empedernido, al no más ver aquellos ojos se enamoró de ellos y decidió hacer suya a su dueña. Inmediatamente concibió su plan y lo puso en práctica. Con ritmo dulce y cadencioso, como sólo él sabe hacerlo, taconeó varias veces hasta que la música embrujada de su taconeo llegó a los oídos de la virgen criolla, que tembló arrobada. Manuelita, que conocía las malas artes del Sombrerón, tembló de solo pensar que había sido elegida por él como su nueva víctima. Mas, como mujer que era, le agradó sentirse galanteada y admirada, sobre todo por un ser sobrenatural como es El Sombrerón...!

¡Aquella noche Manuelita, dicen las malas lenguas, no durmió muy bien que digamos...!

*

Uno tras otro, en lenta sucesión, han ido pasando los meses desde que aquella noche en que El Sombrerón se detuvo frente a la pobre casucha  que esta situada cerca de la Ceiba de La Parroquia Vieja...

La Ermita del Carmen
Son las siete de la mañana y nos encontramos en la casa conventual de la Ermita del Carmen, situada sobre el cerrito del mismo nombre y que fue fundada allá por los años de 1620, por el ermitaño -genovés- Juan Corz. El señor cura, el padre Miguel, quítase ayudado por en monaguillo, los ornamentos con los que ha celebrado el sacrificio de la Misa. Un gallo, clarín mañanero, canta. Hasta la sacristía, lugar de la escena, llega un suave aroma de chocolate hervido en batidor de barro...El datilero del patio conventual, ese mismo que vemos hoy día y que ha sido testigo mudo de toda la historia de Santiago de los Caballeros, abanica los murallones de La Ermita, que esa mañana deben sentir también el calor de este día estival... Hay una calma, calma que sólo reina en los conventos, que de pronto es turbada por un recio aldabonazo dado en la puerta, cuyo ruido llega hasta la propia sacristía.

-¿Quién llama?- pregunta la litúrgica y gangosa voz del padre Miguel.

-Ave maría purísima... (Sin pecado concebida, responden a coro cura y monaguillo). Soy yo, padrecito, Candelaria, la lavandera del barrio de La Parroquia Vieja, que desea le escuche dos palabras... Muy buenos días le dé Dios a su merced...

-Entra, hija, entra... ¿Qué es lo que te pasa?

-Padrecito Miguel -gimotea la mujer, que se postra de hinojos y le besa la sotana y los ornamentos- si no fuera que usté es tan santo no me habria atrevido a llegar hasta aquí. Solo vuestra merced puede salvar a Manuelita, m'hija mayor. Usté la conoce. Es la misma que cristianó hace veinte años.

-¿Qué le pasa a Manuelita, hija, cuenta, qué le pasa?

-¡Ah, señor cura!, El Sombrerón me la tiene chiflada. Ya no es la mesma de antes. Por las noches obscuras, cuando oye el ruido de los taconcitos del Sombrerón, sale al patio y se esta horas d'ihoras platicando con él bajo la higuera, hasta bien entrada la noche. Ya ni trabaja, padre. Está tan flaca y pálida como si tuviera el paludis. Sálvela, padrecito, que tengo miedo de que llegue a dar un mal paso y sea yo abuela de un hijo del cachudo...

-Bien, hija, bien. Yo la salvaré. Tráela mañana de alba, y sin que nadie se entere, al convento; le echaré los exorcismos, le leeré los evangelios, el de San Marcos principalmente, y quedará como si nada le hubiera pasado. Pero como nuestro Señor dijo: "Ayúdate que yo te ayudaré", sigue este consejo: cambiate de casa y vete a vivir a un lugar opuesto al en que ahora vives. Al Guarda Viejo, por ejemplo. Si te vas allí yo mismo te recomendaré a fray Jenaro, para que te ayude en algo. Pero eso sí, cuando te cambies, no digas nada a nadie; llévate tus cosas poco a poco; hoy un mueble mañana el otro; y así, hasta que te hayas llevado todo; y ahora, vete con Dios, y hasta mañana. In Nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti.

*

Candelaria siguió al pié de la letra el consejo del señor cura, tras los exorcismos y la lectura de los evangelios, Manuelita parece que está cambiada; y como ambas se han ido a vivir a una pobre casita del Guarda Viejo, yo no sale por las noches a sentarse bajo la higuera con El Sombrerón, quien parece que ha perdido la pista.

Nos encontramos en la noche del día en que Manuelita y su madre se han llevado a su nueva cas el último trebejo. La obscuridad se ha adueñado del ambiente. Apenas alcanza a verse la llama tenue de una vela de sebo, que, entre la vida y la muerte, se haya en una palmatoria de cobre.

Son la ocho de la noche, la hora de las ánimas, y hay un silencio tan grande que nos sería permitido escuchar el aliento de un agonizante.

-Nana -dice, rompiendo la quietud de la noche, la voz de Manuelita- parece que lo trajimos todo; se me imagina que El Sombrerón ya se olvidó de mí y no se ha dado cuenta de a donde nos cambiamos; pero... (Contando los trebejos), se nos olvido traer la tinajona donde hacemos el fresco de súchiles...

-De veras, m'ihija; pero no te preocupes, mañana la traeremos...

Un nuevo silencio..., después un suave grito..., y luego una voz aguda y meliflua que llega desde la oscuridad del inmenso y anchuroso patio:

-No se preocupen sus mercedes por tan poca cosa, porque esa me la truje yo...

Tras haber escuchado estas palabras, se sintió también un cadencioso y rítmico taconeo, viéndose aparecer de abajo de la tinaja, que medía más o menos un metro, la diminuta figura del Sombrerón, que es galante, enamorado, seductor empedernido y que sabe entrar a las casas sin abrir las puertas...




Francisco Barnoya Gálvez
Francisco Barnoya Gálvez
Han de Estar y Estarán...
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1961

sábado, 24 de agosto de 2013

El Hombre que no Podía Morir



EL HOMBRE QUE NO PODÍA MORIR

I

Ya había perdido la cuenta de los años tío Ney Girón.

Unos le calculaban cien otros le aseguraban no menos de ciento cincuenta; todos hacían cábalas sobre los años que tenía Tío Ney.

Tío Ney contaba cuentos. Se sabía de memoria la vida y milagro de todos los habitantes del lugar. Recordaba como el primer día los viajes del general Barrios a muchas provincias de oriente.

-Allí debajo de la ceibita estuvo sentado
-decía.
-Aquí pasó y le dijo adiós a la niña Antonia, que era la muchacha más guapa del pueblo.

Tío Ney se entretenía en referir su activa participación en la guerra de Totoposte. En cuanto a la guerra de Regalado ya ni siquiera decía nada, porque para entonces ya era viejo. Bueno, él decía que la del Totoposte se había sucedido en el siglo dieciocho.(1) 

Tío Ney era festejado por todos; hombres y niños le guardaban afecto especial, no por su patriarcal prestancia, eso no, porque tenía un cuerpecito endeble, era algo "neshnito", apenas unos ciento cincuenta centímetros sobre el nivel del suelo (metro y medio ¡qué tal era el pachito...! Ni siquiera en el cupo o en el servicio militar lo habían aceptado ahora, porque demostraba estar "descriado"), la pequeña elevación sobre el nivel del suelo, paralelo a un palo a guisa de bordón liso por los años, sin ningún asidero técnico u ornamental, un bordón a la pura brava, a lo puro macho, a lo puro bruto, envuelto en trapos que cambiaba allá cuando se caía una casa... era por sus caulas que subyugaba, a los niños especialmente, y a los grandes también, porque se dijo entonces, como ahora también, que "de una maldición de un anciano Dios nos libre...".

Había nacido quien sabe cuando. De lo que menos se preocupaba era de saber cuántos años tenía, porque cuando se le preguntaba eso decía:

 -A saber...

En la última letra de la palabra, se le iba el desconsuelo de una angustiada experiencia. Ni siquiera sabía cuántos años tenía...

Siempre fue pobre -¡ah los pobres!- Fue casado y no tuvo hijos con su esposa. Lo peor que le pudo haber sucedido, así lo afirmaba él mismo. A esas alturas tendría quien lo cuidara. A veces decía...

-Me dan ganas, muchas ganas, enormes ganas de morir. Quisiera que cuando muera me hagan un entierro con banda, buenos responsos con la banda marcial. Que lleven crespones negros y que caballos chilenos encabecen el entierro. Por algo soy teniente de caballería ascendido en plena campaña. Mis galones jieden a polvora...

Se resquebrajaba los dedos, tronándoselos, como para olvidar esa pena, conjugándola con sus pasadas glorias de la guerra totopostera. Se pasaba el puro, un tabaco machacado, de un lado para el otro, como violineta, sin quietud, por la inquietud que le producía el aluvión de recuerdos, ya casi no soportables en su corazón, porque eran muchas cosas las que había visto y vivido. su senectud lo tenía agobiado.

Ernesto Girón en su tiempo -cuando fue joven- fue como aquellos frasquitos pequeños. Como que era un canuto de carrizo, templado, arisco, miraba sombras como el que más. Era entonces, o fue entonces "la mera tatascama", como quien dice, la cáscara con que se curaba el jiote. La pura hilacha.

-Una vez me agarraron a filazos por el Quebracho. Eran siete de un viaje los que saltaron de un cerco de piedra: me estaban esperando, cuando yo venía de ver una mi "cashpiana". Solo me dieron tiempo de desenvainar mi vizcaino que me regalo el coronel Recinos. Como eran tontos, entonces pelié con ellos con los pies, con la boca, con la cabeza, con todo, y hasta "juelgo" les eché. Empezaron a caer uno por uno, cansados. Empezó el asunto como a las cinco de la tarde de un domingo, eran las once de la noche y aquella tremolina no se acababa. Como a las cinco de la mañana del siguiente día ya se habían juido todos y yo me quedé con la mera gana, como si nada hubiera pasado. Del machete solo me quedaba la cacha, porque me lo amellaron todo y a cada filazo, a cada riendazo que me rempujaban,  solo metía el vizcaíno, primero me lo pusieron como una sierra, después tilín, tilín, tilín, volaban los pedazos de corvo así me lo iban desgastando. Me quede solo con la cacha. A las cinco de la mañana no quedaba niuno. yo tuavía echaba chispas, era un chinchintor como quedé. Lo pior era que así que lo cucaban a uno no le daban el ancho. Esa vez agarré aviada para abajo, para el pueblo, tulún, tulún, tulún, hacia el piedrero del suelo, del camino, por allá volaban los pedazos de correyas de los caites. A mediodía las piedras se ponen como el diablo de calientes. Cuando serví de alguacil en el cabildo aprendí a usar caites, porque el piso de la alcaldía tenia cemento, y se ponía muy helado, aquella heladería  entraba hasta arriba, por eso me encaité desde muy chiquito. Al mediodía, como les digo, las piedras del camino, de la calle real, de todas partes, el tetuntero éste se pone como que uno anda sobre brasas, por eso usé caites. Ahora me pongo zapatos, estas chancletas que ni me gustan siquiera, pero es por la edá.
-¿Y que más tío Ney? ¿Cómo acabó el pleito?
-Les diré. No obstante de ser un mero arrecho para el corvo nunca me dejé sentar mosca. Soy algo arisco. Además de eso, tengo la yerba de la piedra imán y la piedra de la culebra...
-¿Y eso qué es?
-¡Ah, ustedes si que preguntan mucho! Mejor doblemos esa hoja...

Cuando hacía recuerdos se ponía vivaz, alegre. Se le olvidaban hasta las dolomas. Como si rememorar todo aquello fuese un antídoto para su ancianidad.

Recordaba con precisión matemática hasta eclipses de sol y de luna de hacía cincuenta u ochenta años atrás. En los infolios de su pensamiento, de su memoria, estaban apuntados todos los sucesos del lugar, la vida y milagro de todas las familias. Adornaba cada historia con un dejo sonriente, con una malicia muy suya, peculiar. Movía la boca un poco peshte por la falta de toda la dentadura que no se pudo reponer en su tiempo, como queriendo retorcer los conceptos, para hacerlos más amables, más graciosos a los que le escuchaban.

Tío Ney era un gran hombre en toda la región. el prototipo del acucioso, del recopilador de acontecimientos. Un verdadero anaquel, una biblioteca andante con recuerdos ya amarillos por el tiempo. Pero ni siquiera sabía leer, todo lo tenía arrinconadito en la cabeza.

II

Tío Ney en cuanto menos pudo trabajar fue más pobre. No tenía para comer. No sabemos por qué había dilatado tanto tiempo con vida. Era un caso excepcional; viejísimo, ya empedernido, talishte, enclenque, pura cáscara de encino, curvado como una C, con un cuerpo como de palo de guayabo, estaba agobiado por el fardo de tanto recuerdo.

Ni catarro le daba. Y como no se moría, la gente poco amiga de participar en actos de caridad pública, "no puede uno estar regalando día a día, lo que le cuesta el sudor de nuestra frente" -se decían, mascullando para sí, toda una mala intención-. Empezaron a sospechar del por qué no se moría el viejecito,

¿Cuál sería la causa? Era una pregunta colectiva en el barrio del Rastro, más allá del Nisperito, por donde despuntaba el riachuelo llamado la Javilla, en el que se revolcaban los coches, y en cuyas piedras grandes que como promontorios negros se alzaban, se ensuciaban los zopilotes, blanqueándolos permanentemente. Eran los zopes que espiaban cuando en el rastro cercano, que estaba en la cuestecita ya para subir el plancito del Tamarindo donde vivía Braulio; espiaban el momento, el segundo propicio de botar las palanganas de tripas, las palanganas de estiércol de reses. Ojo avizor estaban los zopes, los que tambien eran ariscos, guz, guz, guz hacían, y los ojos redondos, chiquitos como reflectores enfilaban hacía los niños que pasaban a saltos el puente de piedras que estaba sobre la Javilla, cuando aquéllos iban a comer talpajocotes al otro lado. Los zopes tenían miedo hasta de su sombra, eran como los zopilotes de Esquipulas -según lo que cuentan- que ni en bien uno se llevaba la mano al bolsillo, o saca un pañuelo, alzan el vuelo. Es que creen que uno a sacado una honda de hule para apedrearlos.

Loa zopes, las nubes de zopes, todos de luto implacable, en el día asoleándose en las piedronas  del riachuelo de la Javilla, por la noche metidos en la maraña del tamarindon, en la maraña del talpajocote, en la maraña de la vega ribereña. Ellos custodiaban igual que al rastro a la casita que como una cuevita guardaba la viejísima figura de tío Ney porque tío Ney ya no era Ney ni Ernesto, era solamente una figura, solo eso, una figura.

Tío Ney era un fenómeno de la naturaleza.

-No hay que creer, ni dejar de creer, como dijo Santo Tomás. Es justo que se muera. Todo a su tiempo. Está pasando muchos trabajos...

Todos creyeron que la prolongación indefinida de la vida de tío Ney tenía su por qué...

Algunos, muy curiosos, le preguntaron al viejecito por qué no se moría, así a la pura quien vive, a secas. El, como si no se diera cuenta, como si viajara en otra dimensión, contestaba:

-¡Hummm...!

Sacaron en  claro muy poco, poquísimo.

Todos querían saber de cómo hacía para sostenerse con vida en este mundo, casi sin comer, pobre y por tantísimo tiempo. Pero nadie halló una respuesta que satisficiera la curiosidad.

III

La noticia corrió por todo el pueblo en el momento menos pensado.

-¡Tío Ney está enfermo...!

Todos fueron a verlo, en su casita allá por el rastro, metida entre piedronas, algo así como del tamaño de la de los compadres que está en el camino para Esquipulas. Su ranchito repellado con tierra en la que se miraban los dedazos de los obreros, estaba cautiva, como aprisionada entre un cercado de piedras, de matas de maguey y un incontrolable ejército, una multitud de zopilotes que desde el tamarindo, el talpajocote, desde la vega, de las piedronas de la Javilla no soltaban su presa: la casita, la cuevita de tío Ney.

Algunos más ambiciosos, con una mirada registraban todo el interior del rancho. Buscaban rincones sospechosos donde pudiera guardarse algo, como quien dice algún bucul con pisto, alguna cajita llena de billetes de a mil, cabían en cualquier envoltorio, bueno aunque fuera menos, de algo a nada hay su buena diferencia...

-Tal vez tiene pisto enterrado, ¿verdad? ¿Pero por qué vive tan en desgracia, tan pobre? Eso es quizás por el empauto. Al estar empautado, es porque gozó antes y ahora ya no tiene permiso. Por eso tal vez no puede morir.

Otros, los menos desde luego, vieron en la enfermedad del viejecito una cosa natural, o sea de que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Y vaya que tío Ney después que ajusto los cien, había perdido la cuenta... Como quien dice que se pasó del ishco... O sea que se pasó de la medida.

La versión más aceptada y que se prolongó más, fue la de que estaba empautado, con ya se sabe quién, mejor dicho con el diablo. Todos lo creyeron.

La verdad es que no se levanto más de la cama, del tapesco mejor decirlo con sus propias letras, porque no puede llamársele cama a una tapesco o enrejado de varas...

Por las noches se oía en la vecindad, alaridos que herían el viento; la densidad nocturnal se llenaba de miedo. Era como si un espanto, un fantasma despavorido se alargara por las hondonadas, desguindándose por la Javilla, hasta llegar a los pretiles.

La arboleda sembrada de enormes piedras donde se asoleaban en el día, filas de garrobos, parecían sombras de lóbregas prestancias que estrangulaban la noche. La vegetación oteaba el ambiente, su reino estaba confabulado de miedo. El eco triste de la nada se iba por la quebrada, por la javilla. Río abajo se perdía con las aguas negras, se perdía más abajo todavía. Atrasito de donde tío Bucho, por donde don Files Aguilar, atrás también de onde don Pedro Barrera, allá por donde vive Porfirio García, nieto de tío Tago,  el del Tope de Mayo, por ahí se iban desguindando las aguas de la Javilla que en la noche se deslizaban aturdidas de miedo.

El pavor era nuevo. Era un miedo de muerte, como con olor a ciprés y a campánulas silvestres, de aquellas color violeta que se enredan sobre los cercos de piedra de los cementerios...

Era porque estaba enfermo tío Ney. Parecía que los espíritus malos andaban sueltos, rondando los barrios con punto focal: el rastro, el barrio del Rastro. De por ahí irradiaba el miedo a todos los lados de la rosa náutica.

IV


Dos meses llevaba se estar en cama. Lo velaban todas las noches. Mandaron llamar a los mejores curanderos del lugar y de otras partes también. Todo lo pagaban los vecinos. Nadie atinaba cuál era la enfermedad. Médicos titulados no habían ni en quinientas leguas a la redonda, un pueblo triste, desposeido de todo, entonces y siempre, nunca un médico se quiso instalar en él.

Todos acertaron a decir:

-Se tiene que morir tarde o temprano. Algún día. Por vejez, por empauto, o por lo que sea, pero se va a morir...

Sus pulmones, su corazón, sus ojos, sus nervios estaban bien. Toda su maquinaria funcionaba perfectamente Algún tornillo le hacia falta, el que los curanderos no encontraban. No atinaban dónde estaba el punto flaco. el punto débil. Don Rufino no le halló el mal. Tampoco se lo halló don Chus. Peor don Tío Tin Suque, acertó así:

-Ernesto se tiene que morir un día de éstos, ya verán, ya verán... Algún día se ha de morir- concluyó.

Tardaba mucho.

La pregunta era colectiva:

-¿Por qué es que no se muere tío Ney?

Algunos dolores, eso era todo. De ahí no pasaba.

Un día un ventarrón abrió la puerta de un romplón. Afuera estaba o había una noche silenciosa, densa, como para agarrarla con las manos. No se movía ni una hoja. Ni toses, ni voces, ni aire, ni grillllos, ni ranas, ni tecolotes, ni lechuzas, ni nada. Afuera una paz camposanteana que imponía solemnidad en todo el mundo.

El ventarrón apagó los candiles. Amenazaba levantar en vilo el rancho. Todos se alarmaron.

-¡Santo Dios, Santo fuerte! Mañana es el día de la Virgen. Dios nos acompañe.

Todos tenían las caras largas, cadavéricas, asustados. Unos se miraban a otros y el miedo apareció en todos los rostros...

Tío Ney se incorporó en su tapesco, quiso hablar, apenas movió los labios, dijo tres palabras incoherentes que nadie entendió El aíre pasó. Todos musitaron sus pensamientos, coincidiendo que que aquel airazo lo mandaba el Malo, mañana es día de la Virgen otra vez.

Alguien, como en el eureka aquél, recordó:

-¡El médico del Dorador!(2)
-Andaite vos Chilelo a traer el médico del Dorador. Pero que se venga ya. Orita mismo.

El médico del Dorador, era un hombre negro, llegó de Belice a esa aldea que está entre el Shiste y el Obrajuelo, más allá de Las Lajas. Vivía por esas chifurnias haciendo el bien a todos. Su fama era internacional, pues del otro Estado venían a verlo también.

Chilelo Broncano anocheció y no amaneció. Iba camino del Dorador. Llevó cumplida noticia de lo que pasaba a tío Ney.

Por ay, por ay por las once de la mañana. El sol esaba rascando media comba del tamarindón, cuando se oyó el tropel, sacando chispas con los herrajes de las patas de una mula prieta clarinera.

Era el médico del Dorador.

Entró en la casa. No saludo a nadie. Todos lo vieron. Estaban pendientes de sus movimientos. De una mirada ausculto todo el ambiente, arriba, abajo y a todos lados. De pronto se puso a mirar a uno por uno de todos los que hacían rueda en el rancho, sentados en troncos de palo, en piedras o en bancos improvisados, o en orilla de cajones, porque en un cajón se sentaban dos gentes.

El médico negro detuvo su mirada en una almohada. Se fue hacía ella y de adentro sacó unos viejos papeles, leyó en voz baja, en una lectura que nadie entendió.

Todos lo vieron. Estaban con el alma en un hilo.

Cuando terminó de leer los papeles... tío Ney estaba muerto...

A partir de ese momento el médico negro se puso comunicativo con quien primero encontró con su mirada blanca y una sonrisa igualmente blanca.

Estos papeles, eran oraciones que estaban escritas al revés. Si no las hubieran leído, todavía estuviera vivo tío Ney.

-¿....?

-No, no tengan pena. No vale nada. Un favor no cuesta hacerlo. Y el médico del Dorador, se puso a pensar dos segundos. Dijo adiós de junto, un adiós colectivo, un adiós pluralmente agradable a los presentes, u se fue. Desato su mula que estaba amarrada a en un palo de morro, y desandando el camino volvió por donde había llegado.

Tío Ney había muerto y con ello había concluido una angustia de toda la población.

La paz Javillana -del barrio del Rastro- había vuelto a su cauce, Los zopilotes ni cuenta se dieron. Habían matado vaca ese día y pedazos de tripón y de panza, eran motivo de una disputa entre zopes, guz, guz, guz; un guz negro como el médico negro del Dorador.

Y el caso aquél pasó a formar parte de la historia del pueblo, que unos y otros se han encargado de transmitir: el caso del hombre que no podía morir...


Alvaro Enrrique Palma Sandoval
Cuentos La Querencia
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1967







1. 1906  Guatemala declara la guerra a El Salvador, porque su presidente General Tomás Regalado tenía varios años apoyando movimientos revolucionarios para derrocar al Lic. Manuel Estrada Cabrera (guerra del totoposte). El ejército salvadoreño llegó hasta el Jícaro donde murió el mismo General Regalado replegándose para atacar de nuevo. El 20 de julio de 1906 representantes de los gobiernos de El Salvador, Guatemala, Estados Unidos y México firmaron los tratados de paz a bordo del crucero de guerra norteamericano “Marblehead”.

2. Dorador, caserío del municipio de Agua Blanca, Departamento de Jutiapa. 

jueves, 22 de agosto de 2013

Guerra contra los Ingleses y la Administración de don Matías de Gálvez

Matías de Gálvez y Gallardo

GUERRA CONTRA LOS INGLESES Y
ADMINISTRACIÓN DE DON MATÍAS
DE GÁLVEZ

La historia de Centro América, desde su conquista por los españoles en el siglo diez y seis, hasta el quince de septiembre de mil ochocientos veintiuno, fecha de su emancipación política, ha sido aún muy poco estudiada. En ese periodo de casi trescientos años, durante el cual crece, se organiza y desarrolla un pueblo entero, se verificaron hechos notabilísimos y dignos de ser conocidos, no solo por su importancia histórica, sino también por las benéficas enseñanzas que de ellos puede deducir el ciudadano.

En materia de guerra, sobre todo, nuestros anales no son tan pobres que no puedan ofrecer al soldado hermosos ejemplares de valor, de lealtad y de patriotismo. Desde la fabulosa expedición de don Pedro de Alvarado al Perú, en la que nuestras tropas en la lucha constante con la naturaleza lograron atravesar las enhiestas cumbres de los Andes, hasta las reñidas campañas habidas con los ingleses a fines del pasado siglo*, el soldado guatemalteco ha dado repetidas y elocuentes pruebas de su valor en los combates, de su serenidad en los peligros, de su paciencia en los trabajos y de que sabe morir con heroísmo cuando no puede alcanzar los laureles de la victoria.

Y sí todos los hechos acaecidos durante el gobierno colonial son ignorados por la generalidad de los guatemaltecos, lo son las campañas contra los ingleses, ya citadas, las cuales, sin embargo, deberían de estar en la memoria de todos los hijos del país, no solo por su gran significación en la historia de la patria, sino también por la gloria que reflejan sobre Guatemala.

Trazar a grandes rasgos estos y los otros notables acontecimientos verificados durante la presidencia de don Matías de Gálvez, es el objeto de los presentes apuntes, que arrojarán alguna luz sobre la tiniebla de nuestro pasado en beneficio del presente y del porvenir y que servirán quizás para que algún concienzudo historiador de pluma más competente que la nuestra, desarrolle esta materia con la extensión y lucidez que merece.

*

Corría el año mil setecientos setenta y ocho y se realizaban trascendentales acontecimientos en las colonias inglesas del Nuevo Continente.

Era el tiempo en que los naturales de América del Norte, impulsados por el amor a la libertad y ansiosos de ocupar en el mundo el honroso puesto a que les daba derecho su educación política, sus grandes riquezas y la extensión de su territorio, habían tomado las armas ardorosamente para defender sus prerrogativas, sacudir el yugo de Inglaterra y conquistar su independencia y autonomía. Jorge Washington, ese nuevo y glorioso Cincinato, abandonaba la tranquilidad del hogar doméstico para colocarse al frente de los ejércitos patriotas, y después de sufrir con entereza estoica continuos trabajos y reveses se coronada de laureles alcanzando las victorias de Trenton y Saratoga. La causa de los americanos se fortalecía más cada día en los campos de batalla y en la región de las ideas, las tropas libertadoras avanzaban sin cesar, los ingleses sufrían grandes descalabros y ya clareaba en el horizonte la aurora de la libertad de un gran pueblo.

Franklin fue enviado por sus compatriotas a invocar la protección de Francia, y Francia, la eterna enemiga de Inglaterra y la amiga constante de la libertad , se unió a los americanos, reconoció su independencia, y sus escuadras y batallones combatieron contra los ingleses, aquéllas en las aguas de agitados mares y éstos en los campos del nuevo mundo.

 España no pudo permanecer neutral en semejante contienda. Dueña de inmensos territorios situados al sur de las colonias sublevadas, unida a la corte de Versalles con vínculos de amistad y de familia, y fuerte y poderosa, merced al reinado reparador de Carlos III, estaba llamada a representar u papel importantísimo en aquellos acontecimientos. Al  ver solicitada su alianza por ingleses, americanos y franceses, quiso en un principio ejercer las funciones de mediadora entre las potencias beligerantes; mas, las circunstancias políticas y las ideas de sus gobernantes, la obligaban a dejar esa posición y a proteger resueltamente (tal vez en perjuicio de sus propios intereses) la causa de los americanos.

En junio de mil setecientos setenta y nueve, Carlos III retiró de Londres a su embajador, conde Almodovar, y la guerra entre España e Inglaterra quedó formalmente declarada.

Los efectos de esta declaración se sintieron en América antes que en Europa; y si bien los españoles al mando de don Bernardo de Gálvez (hijo del presidente de Guatemala), conquistaron La Florida, en cambio las colonias de Centro América se encontraron terriblemente amenazadas. Nunca, en los días del gobierno colonial, se vio el reino de Guatemala en mayor conflicto: sin marina de guerra, exhausto el tesoro público, pequeño y poco disciplinado ejército, tenia, sin embargo, que luchar contra los ingleses, cuyas poderosas escuadras lo amenazaban por el norte y cuyos establecimientos por Belice, en Bluefields y en las islas de Roatán, facilitaban el desembarco de tropas y toda clase de operaciones militares. La corte de Inglaterra además, por medio del gobernador de la isla de Jamaica y de otros subalternos, puso el mayor empeño en conquistar estos países que tenían para ella el doble de atractivo de su excelente posición geográfica y de sus grandes riquezas naturales. El peligro para Guatemala fue muy grande; pero satisfactorio es decirlo, fue conjurado y vencido por el valor y el patriotismo de sus hijos.

En septiembre de mil setecientos setenta y nueve comenzaron las hostilidades entre los centroamericanos y los ingleses.

El primer ataque de éstos se dirigió contra la histórica fortaleza de San Fernando de Omoa, defendida por quinientos hombres entre guatemaltecos y hondureños, al mando del comandante don Santiago Desnaux, francés de origen, pero que hacia algún tiempo estaba al servicio de España. El veinticinco de septiembre del año citado, cuatro grandes navíos de guerra entraron en el golfo de Honduras y emprendieron contra la ciudad y castillo de Omoa un nutrido bombardeo. La artillería del fuerte contestó ventajosamente al enemigo, y después de algunas horas de terrible combate, los buques se retiraron del puerto con pérdidas y daños considerables.

Imposible describir el júbilo y entusiasmo de nuestras tropas en aquel día memorable; entusiasmo y júbilo legítimos y naturales, puesto que habían alcanzado la palma de la victoria en la primera acción de guerra de aquellas prolongadas campañas gloriosas sostenidas contra fuerzas europeas superiores a las nuestras en número y disciplina.

Esta jornada produjo el doble efecto de infundir confianza y decisión en los ánimos de los centroamericanos y de enseñar a los ingleses que tenían que luchar contra no despreciables contendientes.

Navíos de Linea Ingleses
Pasaron algunos días sin que el enemigo se presentase en nuestras costas; pero el dieciséis de octubre del mismo año, el comodoro Sutterell y el capitán Dalrymple, atacaron el castillo con doce navíos de linea, un gran cuerpo de tropas y una horda de indios mosquitos, sus aliados. El combate duró todo el día dieciséis, con igual encarnizamiento por una y otra parte, y a la caída de la tarde, los ingleses se retiraron del puerto, habiendo perdido dos buques que fueron varados por la artillería del castillo y sufrido, además, otros daños de consideración. Ebria de gozo la guarnición del pueblo por haber alcanzado tan espléndido  triunfo y creyendo que la retirada de tan poderosa escuadra era definitiva, entregose al descanso y al placer, y olvidó los deberes militares. ¡Lamentable conducta que produjo bien pronto tristísimas consecuencias!

Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, una horda de zambos procedentes de las costas del norte de Honduras, a quienes los ingleses habían ganado con falsas promesas, ocupa la altura de la parte sur de la ciudad, e incendia las rancherías que estorban las operaciones de sitio, mientras los ingleses aprovechándose, de la confusión que estos hechos producen en los sitiados saltan rápidamente a  tierra y el toque de diana emprenden valerosamente el salto, sirviéndose de varias escalas pertenecientes al comandante de la guarnición y que, por un reprensible olvido, estaban abandonadas en las afueras del castillo.


El éxito de semejante lucha no era dudoso. Desprevenidos los defensores de Omoa, a causa de las imprudentes expansiones de júbilo a que se entregaron la noche anterior y sorprendidos de la rapidez y audacia del ataque, no tuvieron tiempo de defenderse: agréguese a esto la defección de una compañía de negros, que cayó prisionera en el momento de romper una puerta del fuerte para fugarse, y se conocerán las causas de que el enemigo haya tomado en tan poco tiempo una plaza que el día anterior no pudo rendir después de diez horas de combate.

El triunfo de los ingleses fue completo. Apoderándose de todo armamento del castillo, hicieron cuatrocientos prisioneros (pues de las tropas guatemaltecas solo se escaparon cien hombres, entre los cuales estaba el comandante Desnaux), y apresaron varios buques mercantes que estaban anclados en la bahía, cargados de mercadería pertenecientes a comerciantes guatemaltecos, y cuyo valor ascendía a tres millones de pesos.

Jamás, en los días de la denominación española, había sufrido el reino de Guatemala un golpe tan rudo, pues además de las citadas pérdidas materiales, la conquista de Omoa (el mejor y más fuerte de los castillos del reino), era una verdadera amenaza y un gran peligro para estos países que podían ser subyugados fácilmente, si se atiende a los escasos medios de defensa que entonces poseían, a la ventajosa posición del enemigo y a la disciplina, riqueza y mejor número de sus tropas.

No se crea que el amor patrio nos lleve a dar a estos acontecimientos más importancia de la que en sí tienen; pues allí están en nuestro apoyo varios historiadores británicos que al ocuparse de estas campañas nos dicen que los ingleses apreciaron de tan gran manera la conquista de Omoa, que la consideraron como brillante compensación de la península de Florida.

Los enemigos abusaron bárbaramente de la victoria: no solo negáronse a entregar las mercaderías apresadas, por las que ofrecía el comercio guatemalteco un gran rescate, sino que, contraviniendo además a los principios de derecho de gentes y a los preceptos de moral, quitaron la vida a sus infelices prisioneros e incendiaron y saquearon bárbaramente la ciudad de Omoa.

Acontecimiento tan doloroso como la pérdida de esta fortaleza, más que a otras causas debe atribuirse el descuido e impericia de jefe don Santiago Desnaux, quien no supo o no pudo dirigir bien la defensa. Así lo comprendieron las autoridades españolas, pues en comunicaciones dirigidas por el presidente don Matías de Gálvez al gobierno de la metrópoli, se dice que Desnaux fue procesado por este hecho, en la audiencia de La Habana.

Por lo que hace a las tropas nacionales debemos decir que se portaron con verdadero valor, y que si no se defendieron por más tiempo, debido fue a los motivos citados, a la sorpresa que naturalmente produce un inesperado ataque, a la falta de orden y sobra de confianza, y al mayor número y mejor disciplina del ejército ingles.

II

Gobernaba las colonias de Centro América en la época en que se verifican los sucesos referidos, el excelentísimo señor teniente general de los reales ejércitos don Matías de Gálvez, quien, de comandante de las islas Canarias, pasó a Guatemala en 1778, con el empleo de inspector general de tropas y milicias del reino y que, más tarde, en 1779, sustituyo en la presidencia del mismo al señor don Martín de Mayorga.

Era el señor Gálvez persona muy conocida y estimada por su basta instrucción, por su tino y prudencia en el manejo de los negocios públicos y por sus largos y patrióticos servicios. Por esta razón, al saberse en Guatemala su nombramiento para capitán general del país y presidente de su Real Audiencia, renacieron el gozo y la esperanza en los corazones de todos los guatemaltecos abrumados entonces por el peso de grandes y continuas desgracias.

Las ilusiones de los patriotas se vieron bien pronto realizadas; pues, desde los primeros días de su gobierno, supo el nuevo presidente satisfacer con sabias y oportunas disposiciones las necesidades más perentorias de la administración pública, infundir confianza y tranquilidad en el decaído ánimo de sus súbditos y atraerse el amor y respeto de criollos y peninsulares con sus finos modales, con su intachable conducta, con su benevolencia y desinterés, y con otras muchas buenas cualidades que hacían de él, más que un severo magistrado, un amoroso padre de familia.

No debemos ni queremos desaprovechar esta ocasión de tributar algunos elogios a aquel honrado gobernante y probo ciudadano; pues ni es deber del imparcial y justo historiador censurar a los capitanes generales españoles que en el gobierno de estos países cometieron toda clase de abusos y arbitrariedades y atendieron más a sus propios medros que al bienestar de la sociedad, también lo es honrar la memoria de los jefes que, como el jefe del que ahora hablamos, usaron del poder bondadosa y equitativamente y atendieron, más que a su interés personal, al progreso y felicidad de sus gobernados.

Ocupado se hallaba el presidente Gálvez en la fundación de Guatemala en el valle de la Ermita, y en otras importantes y pacíficas obras, cuando recibió la noticia de la declaratoria de guerra entre España e Inglaterra y las tristísimas nuevas de la conquista del puerto de Omoa por las  tropas de esta última nación. Inmediatamente, y sin desatender en absoluto los trabajos que antes embargaban su intención, puso su principal empeño en prepararse para la defensa y protección del país y en reunir tropas, armamento, viveres y demás elementos necesarios para hacer la guerra ofensiva y arrojar al enemigo, no sólo de Omoa sino también de otros territorios que nos tenía usurpados.

Grandes fueron los obstáculos que el señor Gálvez encontró en la realización de sus proyectos; pero todos los venció con su fecunda iniciativa, constante actividad e indomable perseverancia.

Exhausto el tesoro público a causa de las erogaciones hechas en la fundación de la nueva capital en el valle de la Ermita, el capitán general tuvo que reunir los fondos necesarios para la campaña, dictando extraordinarias pero indispensables y legítimas disposiciones, como el levantamiento de empréstitos, la imposición de moderadas contribuciones y la inversión, en la guerra, de rentas destinadas a otros ramos de la administración pública. No satisfecho aún con estas medidas, solicitó auxilios pecuniarios de México y de Cuba; solicitud casi infructuosa, pues el gobierno de Cuba no dio ninguna cantidad, y aunque México envió quinientos mil pesos, esta suma llegó a Guatemala cuando el peligro ya se había conjurado.

Si el estado de la hacienda nacional no era satisfactorio, tampoco lo era el del ejército, el cual se componía únicamente de dos batallones de la capital, el de dragones y el de Fijo, y de pequeñas guarniciones residentes en varias de las principales ciudades y fortalezas del reino; ejército casi insignificante, de escasa o ninguna instrucción militar y sin muchos elementos para sostener una reñida y prolongada contienda. Gálvez, sin embargo, no arredra ante estos obstáculos: aumenta sus tropas con gran número de voluntarios y nuevos batallones, pasa la mayor parte del día disciplinarlos y reúne, a costa de numerosos sacrificios, armas, víveres y demás elementos bélicos.

Concluidos estos y otros preparativos, el presidente se decidió a emprender la reconquista de Omoa. Bien hubiera podido, ya que su empleo y su avanzada edad lo autorizaba para ello, confiar la inmediata dirección de la empresa a jefes subalternos y atender y dirigir la campaña desde el recinto d su gabinete; pero creyendo que su deber lo llamaba al sitio de las operaciones militares y deseando por otra parte animar con su ejemplo y valor personal a sus noveles soldados, púsose al frente de las tropas y con ellas salió de Guatemala en octubre de 1779.

Jamás se había visto en la capital del reino interés y entusiasmo iguales a los que manifestaron en esta ocasión todas las clases de la sociedad: grandes y pequeños, ricos y pobres, naturales y españoles, todos recogían con avidez las noticias de la guerra, comentaban los sucesos, vitoreaban a la patria y al rey Carlos III, pedían venganza de la injuria hecha a la nación por los ingleses y, no limitándose en la hora del peligro a simples manifestaciones de palabra, ayudaron con obras a la defensa común, dando los ricos parte de su peculio para atender a los gastos de la guerra, alistándose los muy pobres en las filas del ejército y contribuyendo cada cual, según sus facultades, a la obra sagrada de defender la integridad de la Nación.

Y era natural que así sucediese; pues, además de que todos los pueblos, aun los más salvajes, se llenan de santa cólera y empuñan las armas cuando se les quita sus territorios y se destruye sus hogares, la ciudad de Guatemala ya tenía, a fines del siglo dieciocho, la cultura suficiente para que sus habitantes, manifestasen la indignación propia de un pueblo que conoce sus derechos, que ama la honra nacional y que está en vísperas de conquistar su independencia y autonomía.

Y al hablar de la cultura de esta ciudad en aquel tiempo, no se nos arguya (permítasenos la digresión), con el gastado estribillo de la "la obscura noche del coloniaje", pues la historia nos atestigua que, durante la dominación española, la instrucción pública se iba difundiendo, aunque lentamente, en nuestras poblaciones, sobre todo desde que la dinastía de los Borbones subió al trono de Isabel la Católica y de Carlos V.

Gálvez como ya se dijo, salió de la capital a fines de octubre de 1779, en medio de los aplausos y vítores de sus súbditos, Al pasar por los pueblos del tránsito, la novedad de un presidente que salia a compaña, por una parte, y por otra el natural deseo de tener alguna participación en las aventuras y glorias de la guerra, hicieron que se aumentase el ejercito con muchos voluntarios de Chiquimula y con varios de otras provincias circundantes.

Fortaleza San Fernando de Omoa

Grandes fueron las fatigas y penalidades que encontraron las tropas en su viaje por extensas regiones y ásperas montañas, en donde o no había caminos o los existentes se hallaban obstruidos por las lluvias; todas ellas, sin embargo, las sufrieron nuestros soldados con entereza y resignación tales, que a principios de noviembre acamparon ante los muros de Omoa, dispuestos a perecer o a reconquistar la fortaleza.

III

Antes de relatar los sucesos de la reconquista de Omoa, permítasenos refutar el error en que han incurrido algunos historiadores, propios y extraños, al tratar de esta materia.

El conocido escritor guatemalteco, presbítero Domingo Juarros, en el capítulo I, tratado III, tomo II del "Compendio de la historia de la ciudad de Guatemala". y el escritor mejicano Andrés Cavo, en la página 166 de su obra intitulada "Los tres siglos de la monarquía en Méjico", afirman que en la recuperación de Omoa no hubo combate de ninguna especie, por que al llegar al castillo la fuerza guatemalteca, ya los ingleses lo habían abandonado.

Para convencerse de la falsedad de este aserto, basta citar lo que acerca del mismo punto dicen los más verídicos historiadores, tanto nacionales como extranjeros. El ilustrísimo señor arzobispo de Guatemala, don Francisco de Paula García Peláez, en el tomo III, capítulo 109 de sus "Memorias para la historia de Guatemala"; el norteamericano Hubert Bancroft, en el tomo II, capítulo 34 de su obra "History of Central América"; don Modesto Lafuente, en el tomo 20, capitulo 13 de la "Historia general de España" y algunos otros autores, afirman terminantemente que en la recuperación de la citada fortaleza hubo encarnizada lucha.

Don Francisco de Paula García Peláez

A testimonios anteriores, de cuya veracidad no puede ni aun la crítica más exigente, debemos agregar el testimonio de varios documentos irrefutables de aquella época que demuestran nuestra aserción de una manera clara y evidente.Varios de esos documentos son las comunicaciones que acerca del asunto en que nos ocupamos, envió don Matías de Gálvez a la corte de Madrid; y otro es el que, con el número 60, está incluido en la "Colección de documentos antiguos del ayuntamiento de Guatemala", formada por sus secretario don Rafael Arévalo y el cual no es otra cosa que un informe dirigido por la municipalidad al rey Carlos III, acerca del gobierno político y militar del citado presidente Gálvez. Tanto éste como aquellos contienen la narración del combate habido en la reconquista de Omoa; y sus testimonios son más dignos de crédito, cuanto que el segundo procede de una respetable corporación contemporánea de los sucesos referidos, y los primeros, del mismo general en jefe de las tropas nacionales.

El error de Cavo y de Juarros se explica, además satisfactoriamente, recordando que el uno escribió muy lejos de Centro América(1) y que el otro no fue muy diligente, como es bien sabido, en consultar las obras y manuscritos antiguos.

Demostrado ya que la recuperación de la fortaleza tantas veces nombrada, no se hizo pacíficamente sino por medio de las armas, pasaremos a narrar este caso, con todos los datos que hemos adquirido y que por desgracia son muy pocos.

 A principios de noviembre del mismo año 1779 comenzó el sitio de Omoa, durante el cual hubo muchos combates parciales, sobre todo cerca del río del mismo nombre, cuya posesión se disputaban con igual encarnizamiento los guatemaltecos y los ingleses, porque en él se surtían de agua sitiados y sitiadores.

Las tropas nacionales pelearon entonces con tanta constancia y valor que, a pesar de su notoria inferioridad, el día veintiséis del mismo mes habían alcanzado ya grandes ventajas sobre los ingleses y construido seis lineas de atrincheramientos que las resguardaban del fuego de los enemigos, al mismo tiempo que estrechaban la fortaleza.

El jefe de los sitiados, previendo, sin duda, el resultado de aquellas luchas, y no pudiendo sostenerse más en aquel puesto, pidió y tuvo varias conferencias con los nuestros; las que, no dando ningún resultado, obligaron al presidente Gálvez a preparar un ataque decisivo. A la media noche del último del mes verificose el asalto definitivo. Los guatemaltecos, con grandes precauciones y sigilo, abandonaron sus posiciones, llegan al pie del castillo, escalan sus muros y caen de improviso sobre los ingleses, los cuales, después de algunas horas de sangriento combate, se ven obligados a buscar su salvación en la fuga, logrando, no obstante, clavar su artillería y llevarse el botín y los prisioneros que tenían en su poder.

El sol del 1o. de diciembre(2) iluminó con sus hermosos rayos un cuadro tan conmovedor como interesante. A lo lejos, sobre las azules ondas del golfo de Honduras, huían las naves británicas, conduciendo a los derrotados invasores de la patria; en las almenas del fuerte tremolaba el pabellón de Castilla, colocado allí por el denuedo y valentía de los guatemaltecos, y sobre los muros y sobre los campos adyacentes se veían los ensangrentados restos de la pasada contienda.

Tal fue la toma del castillo de Omoa; hecho que si para los extraños no tiene importancia alguna, si la tiene para nosotros que la consideramos como una brillante página de nuestros fastos militares.

Ni se crea que semejante acontecimiento se consideró en aquellos días como cosa indiferente o baladí; pues así como los españoles vieron en esa reconquista la salvación de una de sus más preciadas colonias, los ingleses la lamentaron como un golpe dado a sus proyectos de dominación en Centro América.

Carlos III de España

El rey de España concedió a Gálvez, en premio de sus servicios, el grado de brigadier u doble sueldo del que antes gozaba; también dio ascensos y recompensas a Felipe Gallego y Antonio Escuarzi, de Chiquimula, a Francisco de Aybar de Comayagua, y a Fernando Porras, Félix Domínguez, Francisco Troncoso, Luis Méndez de Sotomayor y Miguel Hermosilla, que fueron los jefes que más se distinguieron en la lucha y cuyos nombres citamos -aunque se nos tache de prolijos- como merecido tributo a memoria de aquellos de nuestros antepasados que derramaron su sangre en defensa de la patria.

Agustín Mencos Franco
Estudios Históricos sobre Centro América
Editorial "José de Pineda Ibarra"
Ministerio de Educación Pública
1,982

1. Andrés Cavo, jesuita, natural de México, que expulsado de su patria, como todos los de su orden, en tiempos de Carlos III, pasó a Italia en donde escribió la obra a que nos hemos referido.

2. La toma de Omoa se verificó el último de noviembre, según lo hemos dicho, y no el veinte de octubre como lo dice don Modesto Lafuente en la obra y lugar citados.