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viernes, 26 de julio de 2013

El Tesoro de Juan No


EL TESORO DE JUAN NO

"...los campesinos de la "costa cuca"
guatemalteca le han dado ese apellido,
porque su fantasma existe,
 pero el no existe..."

La penumbra y el silencio que pueblan la montaña de la "costa cuca" guatemalteca llenan de sobrecogimiento a todo el que penetre en ella. Apenas si un débil rayo de sol logra filtrarse a través de la enorme marañan que forman las hojas de las copas de sus frondosos árboles. Y apenas si de vez en cuando se escucha en ella el ruido sordo, cuyo sonido repercute por todos sus ámbitos, que produce el golpe de la caída de un perezoso o una iguana que se han venido abajo de la rama en que dormían.

Una parte de esa montaña, en la que los árboles se conjugan unos a otros como en una suprema manifestación de amor, fue el sitio escogido por Juan No para esconder sus tesoros procedentes de los robos y saqueos ejecutados en las casas de las asciendas. A los pies de una ceiba gigantesca, cuya corteza marcó con un machete, para diferenciarla de las muchas que ahí habían, cavó la fosa en que los guardaba.

Juan No, a quien las gentes del campo guatemalteco llaman así para expresar que es un ser que existe sin existir, fue un bandido romántico. Robaba, no por placer de adquirir para sí, sino que para repartir el fruto de sus rapiñas entre los desheredados de la fortuna. de haber nacido en la época de Proudhome,(1) seguramente que habría sido uno de sus más fervientes discípulos. Para él, todo era de todos.

Su modalidad estaba en consonancia con su aspecto físico. Era alto, trigueño, barbilampiño y con ojos negros enmarcados en párpados rasgados. Síntesis perfecta de la fusión de la sangre blanca con la indígena. Vestía la usanza de los campesinos guatemaltecos: pantalón de montar de color caqui, polainas de cuero que se le llegaban más arriba de la rodilla, camisa blanca de dril con un rojo y amarillo pañuelo de hierbilla atado en el cuello en lugar de corbata, chaqueta corta de jerga momosteca azul y la cabeza cubierta siempre con un sombrero de petate de anchas y gachas alas. Toda su extraña vestimenta la remataba con dos pistolas que llevó siempre ceñidas a un cincho de cuero de lagarto y que sus manos hicieron disparar.

Sus manos jamas se mancharon de sangre, hasta el día en que los cuatro tiros certeros de una descarga que le lanzo la escolta que lo perseguía las mancharon con la suya propia. Su único delito era robar, lo repetimos, pero no para él, sino para los infelices explotados.

La escolta, que hacia años andaba tras de él, al matarlo se apodero de su cuerpo. Pero no pudo apoderarse de su alma, que fue la que se llevó el secreto de dónde tenia enterrado su tesoro.

Cuenta la leyenda, romántica como la vida de Juan No, que el día en que su alma tuvo que presentarse ante Dios, a dar cuenta de sus actos en la vida terrea, el Supremo Hacedor se apiadó de él, y lejos de mandarlo a los fuegos eternos del infierno, le dio por castigo que volviera a la tierra a decir dónde estaba su tesoro; y que cuando ya hubiera hecho esto, podría volver a las regiones celestiales para vivir en ellas siempre. El que nos enseño a perdonar a nuestros deudores, perdonó también a este ser cuyo único delito es querer hacer justicia en un mundo en que ella no existía.

La ceiba es un árbol cuyo tronco enorme tiene en el extremo superior una frondosa copa, que crece en forma vertiginosa. Tan vertiginosamente, que  cuando Juan No volvió a la tierra, tras ser juzgado por Dios, la señal que él grabó en la ceiba a cuyos pies cavó la fosa en que escondía su tesoro, se había confundido con las ramas de su copa.

Buscándola anda su alma atormentada, sin alcanzar su propósito, en la montaña tétrica que circunda el camino entre San Juan del Ídolo y Concepción la Grande.

Y por eso es que en las noches los viajeros que recorren esos caminos solitarios escuchan tras ellos el galopar raudo de un caballo. Vuelven la vista y no ven a nadie que los siga. Sin embargo, continúan oyendo el galope que les infunde pavor. Llenos de pánico pican espuelas al suyo y emprenden desenfrenada carrera. Pero siempre, por más ligero que corran, son alcanzados por el fantasma que llega a colocarse al lado de ellos. Y se dan cuenta de que va a su lado, y de que es fantasma, porque escuchan el ruido metálico de las espuelas y del freno, y hasta el vaho tibio de la jadeante respiración de la bestia en que cabalga y no ven a nadie.

En la sombra de Juan No, que existe y no existe, que recorre por las noches el camino entre San Juan del Ídolo y Concepción la Grande, hasta que llegue la ocasión en que haya un cristiano que, preguntándole si "es de vida o de la otra y en que penas anda", lo saque efectivamente de penas para irse a los cielos, con el alma ya limpia y tranquila, a morar en ellos por los siglos de los siglos.

Francisco Barnoya Gálvez
 Han de Estar y Estarán...
Editorial José de Pineda Ibarra
Ministerio de Educación Pública
1961

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